martes, 10 de febrero de 2009

HOMENAJE A DARWIN



Reaparece un hombre dado por muerto en 2002 (El País, martes, 4 de diciembre de 2007)
A las ocho de la mañana del 21 de marzo de 2002, John Darwin, un funcionario de prisiones de 51 años, salió al mar con su canoa frente a las costas de Seaton Carew, cerca de Hartlepool, al Este de Inglaterra (...) Con estudios de biología y química, dedicó 18 años a la enseñanza (...)


EL OTRO DARWIN


Los acontecimientos que paso a narrar a continuación sucedieron hace décadas. Recuerdo que John Darwin, el ángel, llegó a lomos de una ballena. Fue al atardecer. Un grumete distinguió en el horizonte una figura que nos pareció un náufrago a horcajadas de lo que creímos que era un enorme tronco. El Beagle se acercó: los hombres hacían apuestas y blasfemaban. ¿Qué barco se había hundido esta vez? ¿Cuántos cadáveres encontraríamos en esa ruta? ¿Por qué el capitán siempre atendía las peticiones de ese jovenzuelo que se pasaba el día destripando pájaros y dibujando cangrejos y que se empeñó en que variáramos nuestro rumbo?

Cuando estuvimos a escasos metros, los muchachos empezaron a gritar. Unos, de terror y, los más avispados, de júbilo. El náufrago venía sobre una de esas ballenas solitarias y esquivas que raras veces, se cruzaban en nuestro camino: “es cosa del diablo, sólo Jonás viajó en la ballena”, repetían los más supersticiosos. Un canadiense agarró un arpón: “Hoy comeremos carne fresca” vociferó. Algunos aullaron de alegría ante la posibilidad de variar nuestro parco almuerzo diario compuesto de carne de tortuga, carne seca, galletas y limones. Recuerdo que a mi se me hizo la boca agua.

Pero el capitán salió de las sombras y me susurró una orden tajante que, sin embargo, todos escuchamos a pesar de que su voz parecía el silbo espeluznante de una serpiente: “ suban a ese hombre y dejen a la ballena en paz. Al que incumpla mis órdenes lo cuelgo de los pulgares en el palo de mesana” El viejo llevaba la andrajosa levita negra de siempre con la que guerreó contra los barcos de Napoleón. Y esa siniestra Biblia de la que sacaba truculentos salmos con los que amedentrarnos cuando nos poníamos rebeldes.

Cuando el náufrago subió a cubierta todavía tuvimos tiempo de ver cómo la ballena se alejaba a toda prisa de nosotros. Juro por todos mis antepasados que nos sacaba la lengua y que luego se pudo oír algo que me pareció una carcajada.

El náufrago estaba aturdido. “Gracias, gracias por todo, mi canoa”, repetía. El oficial de guardia lo agarró de los hombros y lo sacudió: “Buen hombre ya está a salvo. Serénese y díganos en qué barco viajaba”. El náufrago se quedó boquiabierto y en silencio. Llevaba unos extraños calzones cortos de color escarlata y una especie de sayo negro en el que aparecía un tenebroso letrero: IRON MAIDEN, creo que decía. Era un tipo canoso, de mediana edad. “Yo no viajaba en ningún barco, había salido a remar un rato con mi canoa y de pronto apareció una niebla espesa. Y luego ya estaba sentado en esa ballena de ustedes. ¿Qué? ¿Están rodando una película de balleneros?, ¿no?, porque lo que es la ballena robot que me ha salvado es de un realismo insuperable".

Se hizo un silencio expectante en cubierta: aquel era sin duda un loco. Hablaba nuestra lengua, pero de una forma muy particular, con algunas palabras inventadas por su delirio.

“Traigan agua y ropa decente”— me ordenó el capitán. “Díganos amigo ¿cuál es su nombre y en qué barco viajaba?”. “Soy John Darwin—contestó el tipo-- y repito que no viajaba en ningún barco, sino en mi canoa y que salí a remar un rato.”
Nosotros navegábamos por las costas chilenas, en territorios áridos en los que no vivía ni un alma. Aquel lunático empezó a causarnos una sensación de desasosiego, como si un peligro desconocido se fuese cerniendo sobre todos nosotros. “ Es una hidra de las profundidades, que viene para llevarnos al Averno” gritó de pronto Horward, el Mulo, que cuando niño estudió con los presbiterianos y tenía algunas nociones de Mitología. “ Si, Si. Viene para llevarnos”, insistían otros. “ Se llama igual que el doctorcito, Darwin, Darwin. Son dos demonios que van a devorarnos”,-- lloriqueaba Oswuald, el Ogro de Epsom, una mole calva de carne y sebo de más de dos metros. “ Silencio, pandilla de nenazas” atajó el capitán con un casi imperceptible suspiro. “Llévenlo con el doctor Darwin; quizá él pueda aclarar este entuerto”.

Al cabo de unos minutos subió a cubierta el doctor Darwin. Venía lívido, con peor aspecto que el habitual: a las permanentes ojeras estratificadas y al intento inútil por hacer prosperar una barba de sabio en ese cutis de bailarina había que añadir ahora sus largas zancadas de fantasma de opereta. Se asomó al mar y allí estuvo contemplando las olas un rato.
Por mi condición de contramaestre, mi deber era permanecer unos pasos detrás del capitán a la espera de sus órdenes. El capitán me hizo algunas señales en el aire, susurró algunos gruñidos y yo invité amablemente a cada uno a seguir con su trabajo. Los muchachos se movilizaron a sus puestos; eso sí, de mala gana y con la mosca detrás de la oreja.

Luego, el doctor Darwin se acercó a nosotros:
Caballeros—comenzó—me veo en la obligación de informarles de que mister Darwin sufre una extraña enfermedad que, sin embargo, no le impide serme de gran utilidad en mis investigaciones científicas. Dice que en su día fue profesor de química y que tiene conocimientos de biología. A partir de ahora será mi ayudante. Por tal motivo, apelo a la discreción de ambos. En cuanto a las circunstancias de su origen y de las vicisitudes que lo trajeron hasta nosotros, sólo puedo decir que otro menos descreído que el que les habla lo habría achacado a la Divina Providencia.

Ni el capitán ni yo entendimos a qué se refería con aquello de la Divina Providencia. No obstante, ya nos habíamos acostumbrado a las extravagancias del doctor: aceptamos sin más discusión aquella parrafada y nos comprometimos a dejarlos en paz durante todo el viaje. Por mi parte, y para evitar que alguno de aquellos lobos de mar les rebanaran el cuello a los dos, hice correr el bulo de que el náufrago era el ángel de la guarda del doctor y que por eso tenía el mismo apellido. Los muchachos me miraron con sorna (nunca he tenido mucho arte contando historias) pero el capitán acudió en mi ayuda y les habló de San Rafael, el arcángel que los católicos consideran protector de los marinos, y otros ángeles que se aparecen en momentos difíciles. Al final se lo tragaron todo e, incluso, hubo alguno que aquella noche rezó aquello de cuatro esquinitas tiene mi cama / cuatro angelitos que me acompañan.

Todos estos acontecimientos ocurrieron hace décadas. Nuestra expedición duró cinco años y recorrimos territorios inexplorados, siempre a la búsqueda de animales, plantas y caracolas que los dos Darwin clasificaban y estudiaban minuciosamente. El doctor Darwin y su “ángel” llegaron a un estado tal de simbiosis en sus ademanes y en sus vestimentas que sólo fue posible reconocerlos de cerca. En la lejanía, se distinguían sus personas únicamente por sus barbas: las del doctor consistían en unas patéticas hebras largas de pelusilla rubicunda mientras que las de John Darwin, el ángel, parecían las de un profeta bíblico.

Por esas barbas hoy escribo estas palabras. Hace unas semanas mi nieta me mostró un libro titulado El origen de las especies por vía de selección natural, escrito por un tal Charles Robert Darwin, que había provocado en su momento y seguía provocando disputas y debates en la sociedad londinense. La tesis del libro no podía ser más disparatada: el hombre procede del mono. Enseguida recordé al doctorcito, tan extravagante y alocado, y, por fin, comprendí el objetivo de sus investigaciones.
Al pasar las primeras páginas, sin embargo, me encontré con lo inesperado y para lo que sólo tengo una explicación: la suplantación y el probable asesinato del doctor Darwin, el verdadero. En un grabado aparece John Darwin con su majestuosa barba, inconfundible, pero al pie del retrato puede leerse Doctor CH, R. Darwin. He hecho partícipe de mis sospechas a mi nieta y a mis hijas, y a algunos amigos que han querido escucharme. Pero tengo la impresión de que piensan que todo es el resultado de los primeros síntomas de mi senilidad.