lunes, 8 de junio de 2009

PARAÍSO




PARAÍSO

Como en los últimos veinte años, quizás treinta o cuarenta, los calendarios han desaparecido de esta casa hace mucho tiempo. Algunas viejas estampas (un corazón de Jesús que ha perdido los colores y sólo parece un billete sepia; unos coches de otro tiempo en fotografías bien recortadas y que no pertenecen a la colección de ningún antiguo niño, porque en esta casa no ha habido, ni habrá ningún niño nunca; otras fotos de caballos, rollizos en aquel momento lejano, pero cuyos huesos actuales ni siquiera estarán en los vertederos). Algunas viejas estampas cuelgan de las paredes, y otras están superpuestas, clavadas en la misma alcayata, detrás de la puerta de la cocina.
Y, encima de las estampas, resalta la herradura (la encontró el padre. Volvía sobre la bestia, cerca del río. No la vio, escuchó su canto protector. Se acercó. Se agachó y rebuscó entre las adelfas. Luego, cuando llegó a casa y metió las mulas en la cuadra, la sacó del zurrón y se la ofreció a ella:
—Me cantaba desde la orilla del río—ella la alzó y se la metió en la boca. El padre dijo:
—La colgaremos detrás del portón para que nos proteja.)

—Nos iremos, pero ella seguirá detrás de esa puerta—musita hoy la mujer. Ya han pasado muchos años, casi no recuerda la cara de su padre. Se sienta en el sitio de siempre. Un día le preguntó a su padre:
— ¿Quién puso esta piedra tan grande aquí?—estaban en la puerta. Al lado sobresalía la piedra cuadrada, enorme y pulida y que parecía blanda como el dulce de membrillo.
—Siempre ha estado aquí—le respondió mientras acarreaba la silla de montar.
Ahora la mujer es una anciana, aunque sus rizos siguen luciendo el color negro que a todos encandila. Si se descuida da una cabezada: su cabeza se cae en dirección al pecho, pero apenas unos segundos.
Entonces, siente una gran fuerza que le reduce los brazos y las piernas. Y que le quita el cansancio. La cabeza, casi siempre una esponja medio aturdida, recibe una sangre fría, torrencial, que dilata sus ojos. Y eso ocurre otras veces, muchas veces. Hoy también. Se mira las manos y es otra vez niña y sus piernas cuelgan. Sus pies, desnudo como siempre, están deformados por la mugre.
Luego, se despierta un segundo y vuelve el cansancio. Pero, enseguida, su cabeza se desploma y busca el pecho. Ahora se siente joven: el cuello esbelto con ese remate de rizos que parece una de esas negras casi desnudas de las películas de Tarzán.
La mujer lleva las mismas medias negras de siempre. Y sus alpargatas, que parecen de antes de la guerra. Todos los días se pone la falda negra y encima el batín azul, desgastado. Al caer la tarde la mujer saca su manojo de llaves oxidadas, abre la puerta y se retira.
En la oscuridad de la casa (apenas unos metros, de un solo piso y cuyo dintel de entrada, una viga de madera acribillada por clavos, aún conserva una inscripción en una lengua misteriosa y el grabado de un sol que ella, siendo niña, contemplaba durante horas) la mujer da sólo dos o tres pasos y enseguida está en la puerta del corral.
Los aperos del campo, que habían utilizado durante años en su familia, siguen apoyados contra el muro, herrumbrosos y agotados. En el lado derecho, las cuadras están vacías y oscuras. Los pesebres están ocupados por cachivaches y maletas de cartón. El jazmín frondoso de cuando vivía su madre, se ha quedado en un tronco negro, sin ramas verdes, ni flores. Debajo, en una parte del muro que la copa del jazmín ocultó durante años, está el secreto de aquella casa: una puertecita que había abierto sólo tres veces en su vida.
La primera vez, el mismo día que descubrió la puertecita, cayeron algunas hojas secas del jazmín. La cerradura chirrió como si se abriera un cofre antiguo. Echó un vistazo y vio un campo de agua, un campo inmenso sobre el que se deslizaba un barco atenazado por un animal de monstruosos tentáculos. Cerró inmediatamente.
Años más tarde, la segunda vez, vivía sola. La cerradura chirrió de nuevo: el mar había desaparecido. Vio un campo donde el fuego quemaba chozas y cuerpos de moribundos.
La tercera vez, siendo ya una anciana, la puertecita comunicaba con un territorio montañoso cubierto de árboles.
Cuando mataron a su padre, se quedó sola en la casa. Recogió las cosas que él había dejado detrás de la puerta, el bastón, la gorra y el abrigo, y los metió en el arca. Todavía era una niña y para cocinar se subía en una banqueta.
Al poco tiempo, aparecieron unos automóviles tan grandes como el monstruo que había visto tras la puertecita del corral y unos señores vestidos de negro descendieron, entraron en la casa y husmearon por todos los rincones como si buscaran algo. Sacaron unos libros y los metieron en el coche. Midieron la casa. Dibujaron unos planos. Ella permaneció afuera, sentada en la piedra. Los vecinos del pueblo habían desaparecido, ni siquiera acechaban detrás de las puertas. Cuando salieron escuchó que uno decía: No se puede aprovechar nada. Arrancaron los coches y se fueron.


Al poco tiempo, llegaron unas mujeres. Eran altas y con peinados que parecían rocas. Todas vestían la misma ropa color azul. Una ordenó:
—Recoge tus cosas que nos vamos—ella no preguntó. La señora que la miraba llevaba sobre sus hombros un abrigo que parecía la piel de un animal gigante. Las otras rastrearon la casa. Al final, en la puerta, debajo del grabado del sol, se hicieron una foto junto a ella. Se había puesto las alpargatas y su mejor vestido. Llevaba un hatillo que había hecho con un mantel. Una de ellas le acarició los rizos, pero no como había hecho durante tanto tiempo su padre con el perro de aguas, sino como si su cabello fuera un revoltillo que había que adecentar.

Cruzaron las montañas del pueblo. Pasaron el río, seco también por aquella parte. Pasaron campos que ella nunca había visto. Vio al tío Juan de Dios, seguro que se perdería, pensó, tan lejos del pueblo. Y, después, en una carretera más ancha, ya no reconoció la tierra: no había montañas, los árboles eran otros, había casas bajas y depósitos grandes, camiones y campos interminables de girasoles.
—Quiero volver a mi casa—musitó, primero. Luego gritó tanto que el automóvil paró y la ataron con unas correas blancas.
Recordó esto la mujer; pero sólo esto otra vez, como todos los días desde entonces. No quiso recordar, en cambio, ni el internado, ni los pasillos, ni las otras niñas, malvadas o enfermas. Se volvió muda y casi invisible. Al final alguien dijo:
—Esta criatura es medio subnormal.
Se sienta la mujer en la piedra, una vez más, y mira sus piernas hinchadas. Come un trozo de pan mojado en aceite. Lo chupa porque hace tiempo que perdió los dientes. Se levanta y mira el dintel. El sol del grabado la mira como sonriéndole. Entra en la casa, llena un cubo de hojalata. Va al corral. El jazmín parece que quiere arrancar porque tiene algunos brotes verdes. Los aperos siguen en su sitio, oxidados y dando cobijo a telarañas y lagartijas.
Se saca la llave de su bolsillo y abre la puertecita. Mira el paisaje: no hay barcos, ni monstruos, ni muertos. No hay montañas. Sólo a lo lejos ve una casa, grande y de cuya chimenea sale humo. Sabe que allí vive mucha gente, acaso su madre y su padre y otros familiares que no conoce, y que cantan y hablan y cuentan historias. La están esperando para la cena: la sopa y el migote regado con aceite. La mujer nos sabe si su cuerpo cabrá por aquella puerta tan pequeña. Se arrastra y entra. Atrás queda el corral de la casa y la piedra en la puerta, cuadrada y pulida y que parece blanda como el dulce de membrillo.