lunes, 19 de diciembre de 2011

FRIGINIUS



Esta criatura segrega una sustancia tan viscosa que, al minuto, ya se ha convertido en una capa más de su cuerpo. Por este motivo se le puede ver rodando, montaña abajo, rebotando contra los afilados riscos, sin que otras criaturas, extrañas, inverosímiles también, puedan hacer algo para detenerlo.

Si deseamos detectarlo (y esa es la palabra adecuada: es capaz de acurrucarse en los lugares más calientes sin ser visto. Por ejemplo, algunos ejemplares, no especialmente peludos o gruesos por las capas de grasa y pelo, sobreviven en la boca de los volcanes. Mucha gente piensa que esos vulcanólogos que fallecen al pie del volcán lo hacen por las altas temperaturas, los gases tóxicos o alguna otra contingencia explicable con razonamientos científicos. Nada más lejos de la realidad. Algún ejemplar de Friginius Volcanicus habrá visto interrumpido su larga hibernación (se habla de millones de años de una siesta en la que estos seres frioleros sueñan—así lo afirman ellos en sus viejas crónicas—con jornadas veraniegas en un astro desértico donde las temperaturas alcanzan el millón de grados centígrado) y, furioso, le habrá lanzado una exhalación gélida, cuyas consecuencias son la muerte por cristalización fulminante de todos los tejidos corporales.

Si deseamos detectarlo (también pueden vivir en nuestras ciudades: le damos la espalda a la calefacción, nos adormilamos en una tarde de enero—lluvia más allá de los cristales, escarcha en el filo de las ventanas, sol de atardecer, noche casi inmediata con sus barbas de témpanos en el borde de los tejados—y el Friginius domesticus sale de su escondrijo, quizá el borde interno de fogones, salta por las paredes, bota un milésima de segundo en el suelo del salón—moscas en esta época, pensamos—y ya lo tenemos instalado a nuestras espaldas mientras que nosotros cabeceamos aturdidos con la lectura de alguna novelucha)

Si deseamos detectarlo, debemos construir un edificio desangelado (algo así minimalista, despersonalizado, abundante en los videoclips de grupos de pop. Los muebles son de oficina, hay alguna máquina de agua con forma de ampolla medicinal al fondo del pasillo. Se pueden ver el cableado, como si se tratara de las aortas, venas y capilares de un animal descomunal del que somos los parásitos, al descubierto, torpemente clavado al techo y las paredes.

Ahora es el momento de encender una hoguera (si queremos darle un toque marginal a la escena), o bien, en el supermercado más próximo, deberemos comprar una estufa eléctrica—también sería útil una barbacoa, pero, en este caso, se necesitaría carbón, etc.—y la colocaremos cerca de una ventana, a ser posible en el piso más alto de este edificio (que bien podría estar en alguna de las ciudades norteamericana donde abundan los mismos). Esperaremos unos minutos, unos días, quizá generaciones enteras, pero, si somos capaces de mantener una temperatura cálida durante todo este tiempo (sería necesario educar a sucesivas generaciones sobre la importancia de este cometido) algún día se nos presentará esta criatura, tiritando, con la piel azulenca y evidentes síntomas de hipotermia. Hay una alta probabilidad de que se trate del Friginius Oficinarum, una de las razas más evolucionadas y próspera de la especie: viven en despachos en los que los aparatos de calefacción y aire acondicionado no se detienen nunca. Se acurrucan sobre sus chapas, en las partes más altas y polvorientas de los edificios. Van vestidos de negro, con una especie de abrigo negruzco que cubren la totalidad de sus cuerpos, excepto la cara y dos orejitas blanquísimas, como de oso de peluche, que sobresalen de sus cabezas cubiertas. Mucha gente los ha visto en las alturas y los confunden con ángeles melancólicos a los que les gustaría convertirse en humanos.

ROCÍO



Según cuentan algunos naturalistas griegos (al referirse a otros naturalistas griegos cuyos textos desaparecieron en la archiconocida Biblioteca de Alejandría) ciertos alquimistas acadios descubrieron en las tierras más lejanas de oriente, en desiertos nunca hollados hasta entonces, a unos extraños hombres cuya naturaleza nunca, hasta entonces, había sido contemplada por gente civilizada.
La tierra tórrida y la escasez de agua había sido la causa de una extraordinaria adaptación fisiológica. Al amanecer, mujeres y hombres de esta tribu se arremolinaban desnudos para contemplar la salida del sol. El rocío del amanecer se acumulaba en los ateridos cuerpos, formaba una especie de tela de araña viscosa (tal vez, la humedad del rocío se mezclaba con ciertas desconocidas secreciones de aquella gente) que se lamían los unos a los otros. Lentamente, a hombres y mujeres se les iban hinchado las papadas hasta parecer monstruosos odres.
Con estos odres, los habitantes de esta tribu sobrevivían el resto de la jornada, cocinaban, lavaban a sus hijos, etc. Ahora bien, según cuentan los alquimistas acadios, resultaba bastante desagradable verlos regurgitar el agua debido a los tremendos esfuerzos que se veían obligados a hacer con sus estómagos y gargantas.