viernes, 7 de noviembre de 2008

Luz de otro tiempo


Luz de otro tiempo

Más allá de las galerías,
Escaleras y jazmines,
Y el mar con cientos de galeones.

Subes las escaleras,
Y miras los otros patios,
(Levante y losetas quebradas
Que son de otro tiempo)

La casa va a la deriva,
Los vitrales permiten medir el verano,
La precisa luz a la misma hora,
La misma oleada que proviene de otras eras.

Tú acasos vienes de allí,
Y sólo recuerdas
Gigantes y grises las raíces,
Y el embarcadero en escaleras,
De mármoles también rotos.

Una vieja de negro anda por las galerías.
En el patio de al lado merodean
Gatos y caracoles.
Un árbol crece en su abandono,
En el patio de una casa ya vacía,
En este verano,

Con luz de otro tiempo.

No habrá ningún milagro


No habrá ningún milagro.



Aquella gente parecía tan feliz. Muy cerca de la capital. En los alrededores, un interminable bosque de pinos y encinas. Hacía el río, los árboles frutales se alineaban feraces entre las huertas apretadas.

Su hacienda estaba lejos del mar; no temían las incursiones de los piratas. Algunos de sus conocidos habían sufrido el saqueo de gente sanguinaria y hambrienta; habían perdido hijos, hacienda, esclavos. Pero entre aquellas montañas el riesgo no existía. Además, un destacamento de las legiones tenía su campamento en una aldea cercana.

Se habían retirado a ese lugar lejano para evitar las intrigas políticas de la capital. El hombre aún conservaba el empaque del antiguo senador: el pelo plateado, ralo, uniforme; la piel, morena y curtida. Ella ya había aceptado que era una señora. No tenía la lozanía de la juventud, pero conservaba la picardía infantil de sus ojos. No tuvieron hijos y ella intentaba entregarse en el cuidado de los que, uno tras otro, traían las esclavas. A veces, también, se empeñaba en peinarlas y adornarlas con sus caros afeites y joyas. El señor la reprendía entonces, dónde se habían visto esas confianzas contraproducentes con los esclavos.

Poca gente se acercaba por aquella región: mercaderes de novedades, algún que otro correo, muy pocos, que traían noticias de la capital: traiciones, descalabros, muertes de unos y otros. El relato se volvía tan truculento que al final el señor arrojaba la carta al fuego.

Esta era la vida tranquila de aquellos señores, en aquel tiempo que no quiero recordar porque, entonces, yo también fui feliz.
Llegamos con un grupo de cómicos, gente pobre, pero siempre sonriente; gente de escasas pertenencias y ropas raídas: algún viejo silencioso que lo sabía todo, parejas enamoradas que lo mismo se amaban escandalosamente como, al minuto, se insultaban con furia. Nosotros también estábamos enamorados y no nos importaba lo que muchos pensaran de los cómicos: ni insultos, ni golpes, nada perturbaba nuestra felicidad.
Llegamos un atardecer y los cómicos representaron su función. Tras la algarabía y la novedad, pregunté a un esclavo si era posible hablar con el señor. Yo, en aquella época, era un joven retratista que había pintado a las mejores familias del Imperio. Conocía a mucha gente, había entrado en alcobas, en cocinas y comedores. No había podido evitar escuchar chismes y conspiraciones. Y por eso ahora recorría los caminos con un grupo de desarrapados.
Hablé con el señor y lo convencí. Llegamos a un acuerdo en cuanto a nuestra manutención. Durante semanas, que después se alargaron en meses, intenté terminar mi trabajo. Al comienzo, mi ritmo fue rápido: “una semana”-pensaba-“pronto nos reuniremos con los cómicos otra vez”. Los rasgos de los señores eran muy marcados y la pared, cada vez más, se parecía a un espejo. Al fresco, ambos, señor y señora, a la misma altura, un poco ladeados, pero con los ojos dirigiéndose a la persona que los contemplara. Esa era la moda en la capital. El retrato del señor pronto estuvo concluido. Pero algo pasaba con el de la señora: una mañana tras otra, mi trabajo del día anterior amanecía borrado torpemente. Pensé que se trataba de los chiquillos, los hijos de los esclavos, y quise advertir de ello a los señores. Mi mujer me disuadió: “ Es la señora, no quiere que nos marchemos”. Creo que el señor estaba al tanto de lo que ocurría ( era como si la señora hubiera adoptado a mi paciente y amable esposa) y hacía la vista gorda.
Aquello duró varios meses. Durante todo ese tiempo mi esposa y yo gozamos de todos los placeres. Engordamos y jugamos. Y hasta creímos que aquello duraría para siempre.
Fue entonces cuando, en una mañana de marzo, un correo malherido llegó hasta la hacienda. Buscaron inútilmente una carta entre sus ropas. El muchacho deliró durante varios días antes de morir y el señor no obtuvo ninguna información fiable. Un rumor de guerras y sublevaciones llegaba de las aldeas cercanas. El señor se colocó sus antiguos ropajes militares y partió hacia la capital.
Su esposa permaneció varios días con temblores y ahogos. En ese tiempo, terminé, al fin, su retrato ( pude reflejar, en el rictus, en esos ojos desconfiados) todo los malos presentimientos que la acechaban.
Al cabo de un mes, el esposo regresó, fatigado pero entero, y nosotros decidimos que ya era el momento de proseguir con nuestro camino.
Entre lágrimas la señora y mi esposa se despidieron, ambas con la ilusa promesa de un nuevo encuentro en el futuro.
Pronto encontramos a nuestros amigos los cómicos. Ya no parecían tan alegres. Uno de ellos había muerto a manos de un soldado empeñado en pasar la noche con una de las bailarinas.
Recorrimos todo el país. Hubo meses en que tuvimos que mendigar. A menudo robábamos en las huertas de gente tan miserable como nosotros.
Una gran nevada, en el invierno más frío que recuerdo, se llevó a mi querida esposa. Se la llevó entre toses y delirios, y con ella se llevó también mi alegría y mis esperanzas. Entre sus palabras incongruentes, repetía algo de un niño que la esperaba al otro lado de un lago.

Y ahora escribo estas palabras. Yo que no fui ni tribuno, ni escriba; y que sólo aprendí a escribir porque mi padre, un artesano, consintió en que asistiera a la escuela unos meses porque estaba enfrente de nuestro hogar.
Ha pasado mucho tiempo y he vuelto a pasar por aquellas montañas. Ahora estoy envejecido y cansado. He perdido la cuenta de cuántos retratos pinté en mi vida.
Me acerqué a la que había sido la casa de aquellos señores. Sólo quedan ruinas de los lugares en los que fui tan feliz. Entré en el que fue el atrium. Todo lo cubrían las hojas podridas de un árbol que había crecido en el lugar más extraño: al pie, casi tapándolos, de dos imágenes que me miraban, difuminadas, desde el muro. Me apresuré como si aún tuviera que concluir mi obra. En un lado distinguí, a pesar de mis cansados ojos, las huellas de mis dedos dejadas en el pigmento. Parecían recientes, como marcadas hace unos segundos antes. Apoyé mi pulgar en su huella haciéndolos coincidir, aunque bien que sabía que no habría un milagro.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Blindaje


BLINDAJE


Por entre las olas de la bahía se pueden ver los peces: las rayas y los atunes, desmesurados y misteriosos. Adivinamos sus siluetas borrosas avanzando hacía la orilla. Los demás son pequeños: caballas, bonitos y otros, sin nombre y negros, miles, que se acercan a la misma velocidad. Parece como si estuviera previsto que, después, cuando sus lomos brillen a la luz del sol, salgan a pie, con ancas imposibles, buscándonos a nosotros.

Lloran los peces, lloran desesperadamente y repiten una quejumbrosa retahíla que nadie puede entender.
Te miro y no quieres andar a mi lado. La balaustrada del paseo domina toda la bahía (¡podría haber sido todo tan romántico!) En el cielo se han reunido nubes oscuras a contemplar el espectáculo. Mi vista husmea en la distancia: allá lejos, las montañas aún tienen nieve. Y, más cerca, otra gente pasa, irreconocibles, como sombras. Parecen soldados de algún imperio, bigotudos y anacrónicos con sus quepis y uniformes azules.

Cuando quiero recuperarte ya no estás. O hay un blindaje de chapas superpuestas y de cerrojos que me impiden llegar a tu época. Porque tú ahora tienes el pelo largo y crespo, como esas sabias antiguas o sacerdotisas, y, a base de jirones y sangre, insomnios y voto de silencio, has conseguido una túnica blanca, fuerte como un búnker, y un teléfono que te hace desaparecer.

Te pido, te suplico y los peces aúllan ahora, solidarios con mi tristeza. Pero tú ya no estás, o estás en otro tiempo futuro. Y esos ojos, como templos sin grietas, no me ven, ya no me quieren ver; ni siquiera soy como esas estatuas de los museos.

Al final mis engaños me aturden. Se desatan pero sin mucha consistencia; son como esa leche materna que apacigua a los cachorros: me quito mis zapatos nuevos, que son de tiempos de verbenas en la playa. Me has invitado a bailar y voy, tembloroso, a tu regazo, como un niño que por fin ha conseguido el perdón a todos sus destrozos.

El puerto de Balbucia



BALBUCIA


Balbucia tiene un puerto
Al sur situado,
Al océano abierto.
Pesquero tras pesquero,
Noches y centurias
Han transcurrido
Por las abandonadas escolleras.
El manso olor
A ventrechas y sal
Perpetuo permanece
En las redes ya podridas.

Y es en su diáfana bocana
Donde hombres broncos
Hundieron sus cuchillos
Afilados como barcos
Tan grandes en su acero
Que no quedo torbellino,
No quedo silencio.

En el puerto de Balbucia
Ya no entran otros barcos.
Y esa fue la inútil venganza
De los recios hombres broncos,
Barruntando su derrota,
La vergüenza de todo un pueblo
Por calles y bulevares,
Avenidas y estaciones.

Ahora todo el puerto esta vacío
Y presientes la panza semihundida
De los barcos oxidados.
Los niños temerarios
Desde las antenas
Se lanzan y zambullen.
Y sabemos que es otro mundo
El que late allí abajo
De sombras y de muertos
En el puerto de Balbucia

La última de su tribu



Última.

Amanece en la cabaña de bambú. Ella se levanta, sale y ordena sus ídolos. No queda ninguna fruta.
“ Soy la culpable”, repite en esa lengua postrera. Después se lava, prepara té ceremoniosamente.

La jornada transcurre veloz: recoge más fruta, cocina arroz y pescado. En el río no soporta el reflejo de su rostro.

Cae la noche. De nuevo, las ofrendas están colocadas en las lindes del bosque. Se retira y, desde la penumbra, ve como unas sombras se acercan, cogen la comida y desaparecen en la espesura.
Luego, vienen la música y las risas. Y, también, algunos aullidos.

Los pájaros


Íbamos al monte,
Y a cada paso, el pueblo
Se adormecía, aún más,
En su silencio
De caracol abandonado.

Ellos tenían quemados los rostros
Por jornadas interminables
En sórdidas fábricas y almacenes,
Lejos de adelfas y de atrios
Y del agua derramada
Desde el brocal de la fuente.

Y tenían las ropas anticuadas
Eran, es cierto, de otras hambres,
De otras guerras,
De las que sólo oí hablar en susurros
Algún verano
Llegada la medianoche.



Me ofrecieron su alegría
De antaño (de cuando fueron niños)
Cobijada en sus manos,
Hinchadas y ásperas,
Anónimas manos
Que en silencio
Construyeron la orografía
De un océano acolchado
Donde viven mercaderes.

Sonreían nerviosos,
Sonreían casi sin filos ni cloacas
Cuando nos acercábamos
A la boca de la cueva.

Había que verlos como a niños,
Entonces que sus cabezas encanecidas
Refulgían como astros
En la abrupta vereda.

Había que verlos con el aliento roto,
El corazón fatigado y la burla
Machacando la impávida letanía
Ministerial de los relojes.
Un día de vida. Un poco más,
(Te robo otro)
Un poco más antes,
(Y otro más)
Un poco más antes de nada.

Y luego, la palmada con las manos
Hinchadas y ásperas,
Anónimas manos que provocan
Un griterío,
La espera y una sorpresa,
Y un billón de pájaros
Elevándose hacia el cielo
Siempre mudo.

Los vi yo,
Yo con la boca abierta y
El alma
Entonces aplanada mientras
Ellos si se reían abiertamente
Jugando a coger alguna pluma.

Especies inteligentes



Investigaciones astronómicas


Los dos muchachos enhebraban su análisis pormenorizado de las virtudes físicas de sus compañeras de clase. Al mismo tiempo, un ciento de insectos casi invisibles giraban alrededor de sus cabezas. Cada uno de estos animalitos, de especies desconocidas para los entomólogos terrestres, absorbía los movimientos de los muchachos, memorizaba sus rostros, y uno a uno sus vellos, las rugosidades de sus caras, los granos que, como las hornadas de pan, se renovaban cada día. Los insectos tenían, después de una hora de girar y girar, un mapa detallado de esos nuevos planetas. Luego, toda esta información viajó por el espacio, cruzó el eje espacio-temporal, consiguió llegar a una civilización lejana, la única que había sobrevivido de aquella galaxia escondida, a miles de años luz.
Cuando las baterías de los insectos se agotaron, estos fueron cayendo uno a uno y, a los pocos minutos, una ráfaga de viento arrastró aquella delicadeza de nanotecnología hiperavanzada.
Los muchachos se levantaron del banco del parque y comenzaron a caminar. Tarde de viernes, todavía quedaba todo el tiempo para la aventura y la conquista. A las 9 de la noche empezaba la fiesta del instituto. Uno de ellos se despidió primero:
--A las nueve menos cuarto nos vemos. Me voy a comer un bocata de fuagrás que te cagas.
--Adiós colega.
En el espacio más lejano, una civilización estudiaba cada uno de los datos enviados por sus mensajeros. Los superordenadores habían empezado a elaborar precisos mapas topográficos de los nuevos planetas. Alguien confundió una espinilla con un volcán a punto de explotar.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Adulto


ADULTO

A cierta hora el hombre adulto se encara con su propia adultez obligada. Imaginen: te sacan de tu ambiente, te llevan a una obra en la que están construyendo una torre de Babel de proporciones desconocidas hasta el momento y te dicen que tú eres el ingeniero de todo aquello.
Quizá no esté en tu vocación proseguir con la construcción de aquella mole. Lo adviertes y como respuesta te dan un vestido de sacerdote que te queda grande o con el que no te identificas.
En cualquier caso, empieza la jornada, una vez más, y, ya que parece más sensato seguir con el juego, decides colaborar y te pones a la cabeza de todos aquellos esclavos. Adviertes, das algunas órdenes sin demasiada convicción y te aseguras de que todo empieza a funcionar. Has sido elegido como el nuevo arquitecto y parece que el cargo es vitalicio. Hasta tu última expiración deberás pacientemente agregar más pisos, avenidas, pasajes secretos, trampillas, compuertas de seguridad, arcos clave, vomitorios y desagües y otros cientos de elementos arquitectónicos de los que tú nunca habías oído hablar.
Ese es el oficio para ti en estos momentos de adultos. Los esclavos te miran de soslayo y con tristeza. Tú eres uno de los engranajes que les causa frustración, tristeza, cierta rabia contenida. Y pasas a ser, como ya deberías saber, miembro de la casta sacerdotal. Comes con ellos, intentas evadirte de sus discusiones bizantinas, pero al final todos esperan de ti al menos una palabra en concordancia con el rito en el que danzamos todos. Si tienes la tentación de mostrarte airado; o bien, te burlas de sus ceremonias semanales, o prefieres tomar atajos, acortar la dura jornada de los esclavos, fingir que no estás allí y que aquella no es tu torre ni tu tierra, entonces, prepárate. Siempre habrá un rostro contrariado, o una expresión adusta que parece insinuarte que has de ajustarte ya ese abrigo de adulto que dicen que está hecho a tu medida. Despreciar ese traje es como despreciar el eje de la tierra, o las órbitas solares o burlarse de la fotosíntesis. Burlarse es como desconocer lo que es la vida y tú bien que lo sabes.
Por eso, haz el favor de dejar de mirar una y otra vez el reloj que te vampiriza en la muñeca

Los mansos de corazón


ANTEPASADOS

I

Casa de las abuelas,
oxidada llave entre el jazmín,
El recinto se ofrece como un libro.


I I

Huesos cetrinos nos redimen,
Sonríen un callado calendario.
Salieron medrosos en el cine
de la blanca tersura de la nada.

No tuvieron pan, no tuvieron vino.
No hubo respiro, ni palabras.
Su fina tierra
tizna las alas de las olas
y juguetona se aposenta
en la lasca dormida
de mi puerta.

I I I

Casa de los mansos,
Sillas de eneas.

En el zaguán.
Al sol de la sierra.

El viento sestea en los jazmines.
Un titán fuma su pitillo
y descifra los riscos verticales
que anduvo en otros tiempos
para libar las hogazas arteriales
de las ubres.

Dentro de la casa
los muros se deshacen
por el peso olvidado
de las fotos amarillas.

Esas son las que repiten
el empacho de las puertas,
de quicios o alacenas,
o lebrillos, o tenazas
o cafeteras oxidadas
donde florece la albahaca.

Nada de eso ya perdura,
ni siquiera es quincalla
de fantasmas.

Hoy los niños cabecean
en las canas de un latido.

Entonces, pálidos,
hambrientos y huesudos,
tiesos, además, como velas,
alumbraban con sus llantos
el duelo venerable
de los viejos.

Como volutas de humo arcaico
levitaban allá los niños
y tenían los ojos bien puestos
en los negros zapatones
de un difunto.

Erizo


Erizo

Las piedras no sirven para construir catedrales.
Ni los niños salvarán sus circos
en la piel de una sonrisa.
Queda la testuz invariable
y el himno permanente de Balbucia,
palabras a destiempo,
gestos de marionetas,
que todavía se ven ,marciales,
en la burda representación de los sagrarios.

No temas pues no serás el héroe,
ni la piedra firme de un arco
que soporta el temporal de todos los inviernos,
allá en el delta del río.
Seguirás como erizo que burla a las mariposas.
Y se hace la madriguera en una herida.

Pides templos y ríos inexplorados
y algún valle donde pasten
caballos enanos y salvajes.
Pides algún valle
donde todavía sea aceptable asentar
una tienda
de pieles ya gastadas.

martes, 4 de noviembre de 2008

Árboles


Estos árboles solitarios precisan la vida de algún robinsón dispuesto a abandonar las comodidades de la vida moderna. Hombre barbudo al cabo de varios meses, lunático al cabo de dos o tres años sin contacto con el resto de la humanidad. Ha perdido el habla humana. Cree que habla con los árboles. Quisiera que la mano del mundo fuera una extensión sin límites de árboles gigantescos. Un bosque cuyo verdor se viera desde la luna.

Tortuga huyendo de chips ajenos


Desde el territorio de Umbriaza: los pájaros llevan escafandra y las tortugas han sido perforadas por pérfidos inventores que han colocado en sus caparazones chips con la historia completa de cada humano que ha pisado este planeta.