viernes, 19 de diciembre de 2008

PRINCESA


PRINCESA



No nos sobran las palabras y ni siquiera
Los ojos quieren aferrarse a las futuras estaciones.
Las viejas doctrinas descansan en tus caderas,
Bajo mis manos. Allí se olvidan las primeras ideas,
Los cantos adánicos, la hierba fresca que nos habría podido arropar.

Las estaciones se funden y tus ojos aún quieren
Adentrarme. Pero te ofrezco muy poco,
Acaso una llama lánguida,
El escuálido propósito de nombrarte
Como a una princesa,
En unos minutos ensalivados.

Levantas los labios y tus ojos quieren recorrer
Este interior, frío como estación en invierno,
Frío como estación atrapada en hielos prehistóricos.

Ya no saldré de viaje,
Las locomotoras agonizarán
Apuntando hacia el Norte.
Como los viejos vagones,
Sin ruta en estos días.

Y tú, mientras, asomada
A estas luces sin feria
A estos momentos hibernados,
Al balbuceo de un chiste,
Trazado con hilos de baba,
Como demostración de páramos,
Coraza terrenal,
O verja que pretende esconder
Un jardín de confusión.



SAN FRANCISCO Y EL LOBO (Historieta)

(SI QUIERES VER MÁS GRANDE LA IMAGEN PICA SOBRE EL DIBUJO)

lunes, 1 de diciembre de 2008

OHARU, pequeña piedra


OHARU, pequeña piedra

Oharu entró de criada en aquella casa con apenas catorce años. Su señor la encontró un atardecer a la orilla de un riachuelo. Se escondía la muchacha detrás de unas descomunales rocas. El caballero se acercó. Llevaba sus armas de guerra y parecía feroz y cansado. El escudo, la lanza y el sable se cruzaban en la grupa de su caballo y daban al conjunto (hombre, caballo, armas) el aspecto de un dragón de metal. Ella lo miró con ojos de pánico, agachó la cabeza y se postró.
—Levántate—le ordenó. Oharu tenía una larga melena negra. Mientras trabajaba en los campos siempre la llevaba recogida. Terminada la jornada, iba al arroyo a bañarse y a peinarse sin prisas.
—Acércate. ¿Qué haces aquí?—Oharu no se movió. Sus mandíbulas temblaban, no podía hablar.
—Responde—el señor estaba enfadado, impaciente. De fondo se oía el arroyo y el chapoteo intermitente de los cascos del caballo.
—Mi señor, mi señor—repetía con un hilo de voz.

El caballero la miró de arriba abajo.
—Eres hermosa—sonrió y continuó como en un susurro—pequeña piedra.
Miró fijamente sus labios, todavía frescos, inocentes.
—Te voy a quitar esos andrajos, serás criada de mi esposa.
Entonces descendió del caballo, se acercó hasta ella, la agarró de las muñecas y la violó entre aquellas piedras.
Le dijo:
—No cuentes esto a nadie o acabaré con los tuyos. Arréglate y avisa a tu familia. Tienen suerte. Su hija va a servir a un gran señor.


Oharu aprendió a tejer, a cantar y a tañer instrumentos musicales. Tenía que permanecer en silencio y obedecer sin rechistar las órdenes de sus señores. En su rostro, más pálido que cuando trabajaba a la intemperie, se había dibujado un gesto forzado y anodino. Cuando se movía delante de los señores todas las criadas parecían escondidas tras esas máscaras de diligencia y sumisión. Después, en las cocinas, en las estancias que todas compartían, cada una se mostraba tal como era: rabiosa, cínica, melancólica, ingenua, malvada.

En una ocasión, en los primeros días de estar allí, una de las criadas se acercó a Oharu y le espetó:
—La pequeña piedra, el nuevo capricho del cerdo sobón. Ya, ya irá a visitarte cuando la señora se descuide—lo dijo en voz baja y ardiente. Era una muchacha mayor que ella. Se llamaba Izumi. A Oharu le parecía la más hermosa y elegante de todas. En cada ritual diario (la comida, el té) sus movimientos resultaban medidos y suaves. Cuando entonaba alguna canción todos se dejaban llevar por la emoción de las letras y siempre había alguna muchacha que derramaba una lágrima.
Al decirle aquello, Oharu observó que el rostro apacible y sereno de la muchacha se había deformado horriblemente en una mueca de desprecio.
Algunas arrugas ocultas afloraron en el cuello y en torno a sus ojos. Los ojos le brillaban turbios.
—Sucia campesina, no te hagas ilusiones. En el corazón del señor sólo hay una reina—Usaba las mismas palabras que había en sus canciones pero con un tonillo venenoso, arrastrando los sonidos para arañar en el alma. Trincó a Oharu por los cabellos y la arrastró hasta tirarla al suelo.
—Estás advertida—gritó. Las otras criadas, cabizbajas y en silencio se dispersaron por la cocina.
—Ya estáis advertidas todas—repitió. Durante unos segundos no hubo ruido, ni movimientos. Oharu lloraba en el suelo, con su peinado deshecho y la cara enrojecida. Alguna se agachó para ayudarla a ponerse en pie. El resto siguió con su trabajo.

Durante unas semanas Oharu dejó de comer. Quería volver a su aldea, con los suyos. Sus nervios estaban tan alterados que en una ocasión se desmayó.
Fue a la hora de la comida. Las criadas servían rápidas y con pasos leves. Apenas se oía el roce de sus ropajes. Nunca cruzaban la mirada con la de los señores. Oharu se acercó a llevar unos platos. Primero, se dirigió al señor. Con cuidado dejó un cuenco de verduras sobre la mesa. Entonces, muy suave, sintió una húmeda calidez en su muñeca izquierda. Vio la áspera mano del señor ahora reptando por su manga hasta alcanzar su codo. No se movió. Cada centímetro de su piel se estremecía con aquella viscosidad de lagarto. No alzó la mirada. Su corazón latía angustiado.
Luego, se acercó a la señora. Apoyados en la mesa, Oharu pudo ver unos puños apretados y fieros como cabezas de serpientes. Quiso dejar un tazón de arroz sobre la mesa pero sus manos temblaban y estuvo a punto de derramarlo.
—Necia—escuchó. Era la primera vez que la señora le dirigía la palabra.
—Mujer, no insultes a la muchacha—el señor habló con tono conciliador, baboso.
--¿Por qué la defiendes?
Oharu sentía sus piernas cada vez más débiles. Se asfixiaba. Sus ojos se nublaron y se cayó.

Cuando despertó estaba en las estancias reservadas a las criadas. Era de noche y apenas se podía ver. Desde el jardín, a través de la celosía, penetraba la luz de la luna, que iluminaba levemente uno de los rincones. Oharu distinguió una forma oscura en la penumbra. Sabía que era la señora. La silueta de la cabeza, su quietud orante eran inconfundibles. Presentía que la estaba mirando con sus ojos de hielo, con esa mirada de muerta que tanto atemorizaba a todas las criadas. Sintió frío y se acurrucó.
—Al fin has despertado. Espero que no estés enferma. Mañana hay mucho trabajo—Oharu se incorporó hasta quedar sentada.
—Mi señora, sólo tengo frío.
La señora continuó como si no la hubiera escuchado:
—Ya sabes que el señor es muy poderoso. Él te trajo hasta aquí y debes estar agradecida.
La sombra se levantó y se acercó. Cuando estuvo a un palmo de la muchacha se detuvo y se arrodilló. Oharu entonces distinguió los rasgos de su cara. Y, por primera vez, vio de cerca sus ojos. Al principio, parecían lejanos, ocultos tras sucesivos parapetos de altivez y frialdad. Pero, a medida que transcurrían los segundos, la muchacha creyó adivinar una súplica en ellos. Aquella era una mirada rota, rendida por un temor indefinible; sus ojeras azulencas delataban noches de insomnio, de obsesiones y pesadillas.
—Tú eres joven y hermosa—continuó con tono impersonal—y no será difícil encontrar un esposo para ti. —Permaneció callada un momento. Los labios y la barbilla le temblaban y en sus ojos el brillo se intensificó.
—No permitas que el señor mancille tu honra. Él es mi esposo, es mi esposo, mi esposo y yo merezco respeto. —Se levantó. Ahora parecía furiosa, acaso arrepentida de haber pronunciado aquellas palabras. De espaldas, antes de salir de la estancia, añadió:
—Si me entero de algún rumor, terminarás en la calle como un perro y ya sabes que a las deshonradas no las quieren ni en sus familias.
Entonces salió de la estancia como una ráfaga de aire.


Una noche de verano hacía un calor asfixiante y pegajoso. Al otro lado de las paredes, en el jardín, se oía el rumor permanente del estanque y por todos los rincones había un perfume insano y lastimoso. Los señores dormían inquietos. Unas fiebres altísimas consumían a la señora desde varios días atrás. Se quejaba de dolores indefinidos a los que los médicos no encontraban remedio. El señor se esforzaba por no perder los nervios; pero, a veces, a mitad de la noche, se levantaba iracundo harto de tantos gemidos.

Muy cerca las criadas descansaban en sus estancias. Se abanicaban, dormitaban, se peinaban las unas a las otras. Intentaban refrescarse con paños húmedos.
Oharu aprendía caligrafía. Mojaba el pincel en la tinta y trazaba distintas palabras: esperanza, pájaro, confianza. A la luz de las lámparas su sombra agrandada vigilaba desde las paredes como una gigantesca muñeca.
—Criadas, criadas—el señor gritó. Todas saltaron rápidas y se arremolinaron para salir. En la puerta de su alcoba el señor esperaba despeinado y enfurecido. Tenía el rostro abotagado y se rascaba la prominente barriga.
—A ver, Oharu, que entre Oharu. La señora lleva toda la noche repitiendo ese nombre.
Las criadas se miraron. Algunas disimulaban una sonrisa. Abrieron un pasillo y Oharu avanzó despacio, con la mirada en el suelo. Casi rozó al señor al pasar a su lado. Sintió un olor denso a sobaquina. Sabía que la miraban y un escalofrío recorrió su espalda antes de perderse en la habitación a oscuras.
Poco a poco se acostumbró a la escasa luz de una lámpara minúscula.
En el centro de la habitación vio un bulto encogido que respiraba con dificultad. Se acercó. De entre las sábanas sólo sobresalía la cabeza de la señora. El rostro parecía hinchado y los ojos eran como dos heridas moradas. Con un paño húmedo Oharu le refrescó las sienes y los labios. La señora ronroneaba como un gato moribundo. Sus párpados se contraían perdidos en un sueño inquieto y lleno de sombras veloces.
Oharu sentía sus gotas de sudor que avanzaban como ratones por la espalda. Presentía la mirada cavernosa y fecal del señor relamiéndole el cogote. Se escuchó el roce de unas ropas y los pasos sordos de unos pies desnudos. El ambiente se adensó con la proximidad de otro cuerpo.
—Pequeña piedra, pequeña piedra—gemía el señor en un áspero susurro de ofidio. Oharu sintió unas manos que la agarraban por la cintura y pretendían deshacer sus ropajes. Apretó los dientes furiosa:
—La señora—dijo con un hilo de voz. Quiso llorar, gritar, patalear. Quiso atravesar todas aquellas puertas y muros y perderse en el campo, lavarse en el arroyo cercano a su aldea.
Se tragó la rabia e intentó zafarse sin hacer ruido.
—No le niegues este servicio a tu señor. —Sus garras rompieron el quimono de la muchacha y ya buscaban la piel. Oharu sintió que se hundía en un barreño de sanguijuelas. Una saliva viscosa empapaba ya su cuello.
—Mi señor, la señora, la señora. —repetía al tiempo que disimulaba su llanto.
A cada movimiento los dos iban adentrándose en la zona más oscura de la habitación. Oharu mantenía sus brazos extendidos y rígidos como si intentara salir de un río cenagoso y revuelto. Él restregaba su barriga contra la muchacha apretando y aflojando los brazos. Tenía las piernas muy abiertas y dejaba caer todo su peso sobre Oharu para hacerla caer de bruces. En la oscuridad sólo se oían los quejidos de la señora y los rumores sordos del forcejeo: jadeos cortos, golpes en la madera, gruñidos entrecortados.
Para Oharu el mundo se eternizó en esa lucha: segundos resignados se volvían macizos como moles de carne. La oscuridad y el vacío eran los de miles profundas cuevas sin final.
El señor estaba jadeante, agotado. Soltó a la muchacha y se apoyó en la pared. Oharu se dejó caer de rodillas. Lloraba en silencio intentando recomponer sus ropajes rotos. Al otro lado del tabique se oyeron débiles risitas y, luego, el sonido ascendente de unas patadas.
Alguien, de golpe, descorrió la puerta. En la penumbra varias sombras pasaron veloces, pero una permaneció en el quicio detenida.
--¿Quién se atreve?—gritó el señor. La sombra se lanzó contra Oharu y empezó a golpearla.
—Sucia campesina, te voy a dejar sin pelo—reconoció la voz de Izumi. En la cabeza empezó a sentir la frialdad de un metal, que iba y venía. Oharu intentó escapar braceando, ya casi desnuda, con los despojos de su quimono en una mano.
—Malditas criadas, habéis despertado a la señora con vuestras disputas. —gritó el señor. Por el hueco de la puerta revoloteaban las otras muchachas.

……………………………………………………………………………….

--¿No tienen los señores un poco de vino?—la mujer acerca un cuenco. Se muestra sensual, pero los tres hombres siguen con su comida. La taberna siempre ha sido sucia. Hay humo y basura por todas partes.
—Déjanos en paz, vieja. Hueles a vieja y a vino—grita uno de los hombres; los otros se ríen.
—No soy tan vieja. Mis pechos aún son firmes—la mujer abre un poco el escote de su vestido.
—Puta desvergonzada, vete de aquí.
Los hombres la miran serios. Han dejado de comer. Apenas hay alguien más en la taberna.
—Por favor, un poco de vino. Aún soy hermosa, siempre lo fui y sé cantar.
Uno de los hombres se levanta, la agarra del brazo y la arroja a la calle. Oharu cae en el barro y en el charco ve su rostro. Tiene algunas arrugas y sus largos cabellos negros empiezan a estar veteados de canas. Una mano le aprieta el hombro:
—Muchacha, ¿Qué te ha pasado?—una anciana mendiga, desdentada, maloliente, la ayuda a levantarse y le limpia la cara.
—Ven conmigo, tengo algo de comida.
























martes, 25 de noviembre de 2008

ESCARABAJO TODAVÍA VIVO



Escarabajo vivo
Recorres tu territorio inmenso,
La coraza no brilla,
Tu paso es tan torpe
Porque una pata
Ya pertenece a la muerte.

Desde la grandeza minúscula
De mi cuerpo
Yo te miro y tú pasas
Rápido como un bólido de noche,
Ignorado en la faz de este
Salón ignorado.

Acaso buscas alimento ordinario
O una hembra incierta
Para saciar una ley que desconoces.

Escarabajo vivo
Apenas perceptible
Bajo las estrellas.

Un azar,
Un mal movimiento,
El aburrimiento
Y una huella también fugaz
Se posará contundente sobre tu pálpito
De tierra.

Un azar,
Un mal movimiento
Y te irás
Y el mundo ni siquiera,
Ni siquiera.



lunes, 24 de noviembre de 2008

COLECTOR


Colector


Construimos un gran colector: hormigón, toneladas, y altos hierros en orden ascendente. Vino el pueblo y nosotros, los sacerdotes, consagramos todo el monumento. Unos traían viejas botellas con sus lágrimas antiguas. Otros, grandes toneles (quién sabe de dónde procedían sus negras aguas). La mayoría, frasquitos cotidianos y turbios que volcaban temblorosamente. A menudo, nos miraban con una mirada que no era tal, con una alegría que no soportaba el reflejo de aquellas aguas. Y el colector rebosó. Nadie discutió, nadie dijo una mala palabra: bien sabían que contribuían a una gran misión. Nunca más nuestro dios pasaría sed.

viernes, 14 de noviembre de 2008

TIEMPO


Envíamos un laboratorio hasta un planeta sin vida. Construimos una fuente en un pedregal abandonado donde nunca había vivido nadie. Llevamos sobres, papel y sellos a una tribu que ni siquiera conocía el fuego.

Nos empeñamos en que las vacas bebieran vasos de agua: primero, tenían que abrir los grifos con sus inexistentes manos; luego, colocaban el vaso, cerraban el grifo cuando el agua rebosaba. Se bebían el líquido a duras penas.

¿Por qué hacíamos todo aquello?

Los días pasaban veloces con cada una de estas acciones. La vida, nuestra vida, se componía de trozos imposibles y de fallos y tentativas absurdas, errores garrafales, empresas quijotescas, viajes a callejones sin salida. En resumen, una forma como otra cualquiera de burlarse del tiempo.

MANSOS: El puente


Cruzas un puente como una niña asustada.
¿Quién te obligó a hacer lo que no querías?
Pero, allá fuiste tú, siempre obediente.
Obediente cuando limpiabas
con apenas seis años.
Obediente cuando cocinabas y barrías
y cargabas la comida de los poderosos.
Obediente, al fin, a las órdenes
de cuantos te rodean.


Bienaventurada seas
entre todas las criaturas
de este universo
porque obedeciste siempre
y cruzaste aquel puente,
aunque no querías
y tenías miedo.

Bienaventurada seas para siempre:
yo te vi
como a una niña que no rechista
cuando le arrancan una muela
que tenía sana.


OHARU-- Rosa Amarilla, Manolo García


ROSA DE ALEJANDRÍA, Manolo García


Rosa de Alejandría, rosa amarilla.
Alejarme quiero. Adentrarme en el silencio.
Alejarme quiero
de esta vida que yo vivo sin convencimiento.
Y adentrarme en el tiempo de las luces,
barros vivos encendidos por la manos
del misterioso alfarero.
Alejarme quiero. Adentrarme en el silencio.
Caminar sereno. Abandonar esta senda.
Alejarme quiero.
Andar en los atrojes
con las golondrinas de azuladas plumas.
Convertirme en caja de medir fanegas,
arrobas, celemines; ser trigo en las eras,
nunca polvo en las aceras.
Rosa de Alejandría, rosa amarilla.
Hoy has de ser mi guía, la luz que brilla.
Faro de mediodía, rosa sencilla.
Rosa de Alejandría, rosa amarilla.
Con las flores de un campo encendido
como un San Francisco entre jarales vivos
de lagartos, vivo.
De quimeras me alimento,
con simplezas me contento.
Mozas de risueño gesto en calma me encuentran
como a un Góngora perfecto,
perviviendo lejos del bullicio,
con mi rosa amarilla, con mi rosa de los precipicios.
Alejarme quiero. Adentrarme en el silencio.
Alejarme quiero. Abandonar esta senda.
Alejarme quiero.
Rosa de Alejandría, rosa amarilla.
Hoy has de ser mi guía, rumbo entre islas.
Faro de mediodía, rosa sencilla.
Rosa de Alejandría, rosa amarilla.

SALAMANQUESA

SALAMANQUESA

A un kilómetro de distancia ya no se escuchan las imprentas de las salamanquesas: han seleccionado cada letra de un nuevo libro que están a punto de concluir.

En sus cuevas, en las madrigueras donde vigilan sus huevos, estos animales esperan y escupen sus textos, que tienen forma de caracolas.

Al calor del sol de mediodía, en los días soleados del invierno, acostados en las lajas ya calientes, cada texto, único y frágil, se despliega, se abre como los girasoles y lanza al cielo su poesía.

martes, 11 de noviembre de 2008

SAN FRANCISCO Y EL LOBO


Oharu, mujer galante


Vida de Oharu, mujer galante (”Saikaku ichidai onna”, Kenji Mizoguchi, 1952)
18 Enero, 2008 a 3:12 pm · Archivado en Cine, Cine asiático, Cine japonés, Kenji Mizoguchi and etiquetado: ,
QUÉ
Abuso, Amor, Exilio, Explotación, Familia, Guerra, Humillación, Matrimonio, Muerte, Prostitución, Sexo, Suicidio, Violencia
QUIÉN
Dirección:Kenji Mizoguchi
Guión:Saikaku Ihara (novela “Koshuku Ichidai Onna”)Kenji Mizoguchi (autor)Yoshikata Yoda (autor)
Reparto principal:Kinuyo Tanaka … Oharu (prostituta)Tsukie Matsuura … Tomo (madre)Ichirô Sugai … Shinzaemon (padre)Toshirô Mifune … Katsunosuke (samurái)Jukichi Uno … Yakichi Ogiya (abaniquero)Toshiaki Konoe … Harutaka Matsudaira (daimio)Hisako Yamane … (esposa)
Fotografía:Yoshimi HiranoYoshimi Kono
Música original:Ichirô Saitô
Montaje:Toshio Goto
CÓMO
Cine de época, Drama
Agridulce, Intensa, Reflexiva
DÓNDE
Japón feudal
CUÁNDO
Siglo XVII
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lunes, 10 de noviembre de 2008

LABERINTO


Laberinto

Salgo del ascensor y avanzo hacia mi cueva ( la tuya también si tú lo quieres). Reconozco el hilo que has dejado: bombillas mortecinas en los corredores; y, como no, el aliento de tu perfume.

Abro la puerta y meto las compras navideñas en mi apartamento. Te espero en el descansillo porque sé que, tarde o temprano, subirás por las escaleras. Necesito verte, hermosa y cansada, las piernas doloridas bajo las medias negras.

Llegas de madrugada y finges no verme. Ni siquiera “buenas noches”, pasas como una sombra.

A solas, de nuevo, sé que bramaré como un rumiante malherido.

FUENTE DE BALBUCIA


FUENTE

El agua cae en la fuente de la mañana.
A cada segundo,
una a una,
Las gotas son párrafos en los relojes.

Sería un crimen si bebiéramos,
Beberíamos nuestra propia sangre.

Ahora, de pronto,
un avión surca su momento
y traza una arteria blanca
en el firmamento.
Latimos en ella.
La fuente acalla esos lejanos corazones
que cruzan ahora el cielo.

Los nuestros,
minúsculos también,
se diluyen, cotidianos,
en el agua para siempre.

DESPUÉS DE 20 AÑOs. Antonio Gamoneda


viernes, 7 de noviembre de 2008

Luz de otro tiempo


Luz de otro tiempo

Más allá de las galerías,
Escaleras y jazmines,
Y el mar con cientos de galeones.

Subes las escaleras,
Y miras los otros patios,
(Levante y losetas quebradas
Que son de otro tiempo)

La casa va a la deriva,
Los vitrales permiten medir el verano,
La precisa luz a la misma hora,
La misma oleada que proviene de otras eras.

Tú acasos vienes de allí,
Y sólo recuerdas
Gigantes y grises las raíces,
Y el embarcadero en escaleras,
De mármoles también rotos.

Una vieja de negro anda por las galerías.
En el patio de al lado merodean
Gatos y caracoles.
Un árbol crece en su abandono,
En el patio de una casa ya vacía,
En este verano,

Con luz de otro tiempo.

No habrá ningún milagro


No habrá ningún milagro.



Aquella gente parecía tan feliz. Muy cerca de la capital. En los alrededores, un interminable bosque de pinos y encinas. Hacía el río, los árboles frutales se alineaban feraces entre las huertas apretadas.

Su hacienda estaba lejos del mar; no temían las incursiones de los piratas. Algunos de sus conocidos habían sufrido el saqueo de gente sanguinaria y hambrienta; habían perdido hijos, hacienda, esclavos. Pero entre aquellas montañas el riesgo no existía. Además, un destacamento de las legiones tenía su campamento en una aldea cercana.

Se habían retirado a ese lugar lejano para evitar las intrigas políticas de la capital. El hombre aún conservaba el empaque del antiguo senador: el pelo plateado, ralo, uniforme; la piel, morena y curtida. Ella ya había aceptado que era una señora. No tenía la lozanía de la juventud, pero conservaba la picardía infantil de sus ojos. No tuvieron hijos y ella intentaba entregarse en el cuidado de los que, uno tras otro, traían las esclavas. A veces, también, se empeñaba en peinarlas y adornarlas con sus caros afeites y joyas. El señor la reprendía entonces, dónde se habían visto esas confianzas contraproducentes con los esclavos.

Poca gente se acercaba por aquella región: mercaderes de novedades, algún que otro correo, muy pocos, que traían noticias de la capital: traiciones, descalabros, muertes de unos y otros. El relato se volvía tan truculento que al final el señor arrojaba la carta al fuego.

Esta era la vida tranquila de aquellos señores, en aquel tiempo que no quiero recordar porque, entonces, yo también fui feliz.
Llegamos con un grupo de cómicos, gente pobre, pero siempre sonriente; gente de escasas pertenencias y ropas raídas: algún viejo silencioso que lo sabía todo, parejas enamoradas que lo mismo se amaban escandalosamente como, al minuto, se insultaban con furia. Nosotros también estábamos enamorados y no nos importaba lo que muchos pensaran de los cómicos: ni insultos, ni golpes, nada perturbaba nuestra felicidad.
Llegamos un atardecer y los cómicos representaron su función. Tras la algarabía y la novedad, pregunté a un esclavo si era posible hablar con el señor. Yo, en aquella época, era un joven retratista que había pintado a las mejores familias del Imperio. Conocía a mucha gente, había entrado en alcobas, en cocinas y comedores. No había podido evitar escuchar chismes y conspiraciones. Y por eso ahora recorría los caminos con un grupo de desarrapados.
Hablé con el señor y lo convencí. Llegamos a un acuerdo en cuanto a nuestra manutención. Durante semanas, que después se alargaron en meses, intenté terminar mi trabajo. Al comienzo, mi ritmo fue rápido: “una semana”-pensaba-“pronto nos reuniremos con los cómicos otra vez”. Los rasgos de los señores eran muy marcados y la pared, cada vez más, se parecía a un espejo. Al fresco, ambos, señor y señora, a la misma altura, un poco ladeados, pero con los ojos dirigiéndose a la persona que los contemplara. Esa era la moda en la capital. El retrato del señor pronto estuvo concluido. Pero algo pasaba con el de la señora: una mañana tras otra, mi trabajo del día anterior amanecía borrado torpemente. Pensé que se trataba de los chiquillos, los hijos de los esclavos, y quise advertir de ello a los señores. Mi mujer me disuadió: “ Es la señora, no quiere que nos marchemos”. Creo que el señor estaba al tanto de lo que ocurría ( era como si la señora hubiera adoptado a mi paciente y amable esposa) y hacía la vista gorda.
Aquello duró varios meses. Durante todo ese tiempo mi esposa y yo gozamos de todos los placeres. Engordamos y jugamos. Y hasta creímos que aquello duraría para siempre.
Fue entonces cuando, en una mañana de marzo, un correo malherido llegó hasta la hacienda. Buscaron inútilmente una carta entre sus ropas. El muchacho deliró durante varios días antes de morir y el señor no obtuvo ninguna información fiable. Un rumor de guerras y sublevaciones llegaba de las aldeas cercanas. El señor se colocó sus antiguos ropajes militares y partió hacia la capital.
Su esposa permaneció varios días con temblores y ahogos. En ese tiempo, terminé, al fin, su retrato ( pude reflejar, en el rictus, en esos ojos desconfiados) todo los malos presentimientos que la acechaban.
Al cabo de un mes, el esposo regresó, fatigado pero entero, y nosotros decidimos que ya era el momento de proseguir con nuestro camino.
Entre lágrimas la señora y mi esposa se despidieron, ambas con la ilusa promesa de un nuevo encuentro en el futuro.
Pronto encontramos a nuestros amigos los cómicos. Ya no parecían tan alegres. Uno de ellos había muerto a manos de un soldado empeñado en pasar la noche con una de las bailarinas.
Recorrimos todo el país. Hubo meses en que tuvimos que mendigar. A menudo robábamos en las huertas de gente tan miserable como nosotros.
Una gran nevada, en el invierno más frío que recuerdo, se llevó a mi querida esposa. Se la llevó entre toses y delirios, y con ella se llevó también mi alegría y mis esperanzas. Entre sus palabras incongruentes, repetía algo de un niño que la esperaba al otro lado de un lago.

Y ahora escribo estas palabras. Yo que no fui ni tribuno, ni escriba; y que sólo aprendí a escribir porque mi padre, un artesano, consintió en que asistiera a la escuela unos meses porque estaba enfrente de nuestro hogar.
Ha pasado mucho tiempo y he vuelto a pasar por aquellas montañas. Ahora estoy envejecido y cansado. He perdido la cuenta de cuántos retratos pinté en mi vida.
Me acerqué a la que había sido la casa de aquellos señores. Sólo quedan ruinas de los lugares en los que fui tan feliz. Entré en el que fue el atrium. Todo lo cubrían las hojas podridas de un árbol que había crecido en el lugar más extraño: al pie, casi tapándolos, de dos imágenes que me miraban, difuminadas, desde el muro. Me apresuré como si aún tuviera que concluir mi obra. En un lado distinguí, a pesar de mis cansados ojos, las huellas de mis dedos dejadas en el pigmento. Parecían recientes, como marcadas hace unos segundos antes. Apoyé mi pulgar en su huella haciéndolos coincidir, aunque bien que sabía que no habría un milagro.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Blindaje


BLINDAJE


Por entre las olas de la bahía se pueden ver los peces: las rayas y los atunes, desmesurados y misteriosos. Adivinamos sus siluetas borrosas avanzando hacía la orilla. Los demás son pequeños: caballas, bonitos y otros, sin nombre y negros, miles, que se acercan a la misma velocidad. Parece como si estuviera previsto que, después, cuando sus lomos brillen a la luz del sol, salgan a pie, con ancas imposibles, buscándonos a nosotros.

Lloran los peces, lloran desesperadamente y repiten una quejumbrosa retahíla que nadie puede entender.
Te miro y no quieres andar a mi lado. La balaustrada del paseo domina toda la bahía (¡podría haber sido todo tan romántico!) En el cielo se han reunido nubes oscuras a contemplar el espectáculo. Mi vista husmea en la distancia: allá lejos, las montañas aún tienen nieve. Y, más cerca, otra gente pasa, irreconocibles, como sombras. Parecen soldados de algún imperio, bigotudos y anacrónicos con sus quepis y uniformes azules.

Cuando quiero recuperarte ya no estás. O hay un blindaje de chapas superpuestas y de cerrojos que me impiden llegar a tu época. Porque tú ahora tienes el pelo largo y crespo, como esas sabias antiguas o sacerdotisas, y, a base de jirones y sangre, insomnios y voto de silencio, has conseguido una túnica blanca, fuerte como un búnker, y un teléfono que te hace desaparecer.

Te pido, te suplico y los peces aúllan ahora, solidarios con mi tristeza. Pero tú ya no estás, o estás en otro tiempo futuro. Y esos ojos, como templos sin grietas, no me ven, ya no me quieren ver; ni siquiera soy como esas estatuas de los museos.

Al final mis engaños me aturden. Se desatan pero sin mucha consistencia; son como esa leche materna que apacigua a los cachorros: me quito mis zapatos nuevos, que son de tiempos de verbenas en la playa. Me has invitado a bailar y voy, tembloroso, a tu regazo, como un niño que por fin ha conseguido el perdón a todos sus destrozos.

El puerto de Balbucia



BALBUCIA


Balbucia tiene un puerto
Al sur situado,
Al océano abierto.
Pesquero tras pesquero,
Noches y centurias
Han transcurrido
Por las abandonadas escolleras.
El manso olor
A ventrechas y sal
Perpetuo permanece
En las redes ya podridas.

Y es en su diáfana bocana
Donde hombres broncos
Hundieron sus cuchillos
Afilados como barcos
Tan grandes en su acero
Que no quedo torbellino,
No quedo silencio.

En el puerto de Balbucia
Ya no entran otros barcos.
Y esa fue la inútil venganza
De los recios hombres broncos,
Barruntando su derrota,
La vergüenza de todo un pueblo
Por calles y bulevares,
Avenidas y estaciones.

Ahora todo el puerto esta vacío
Y presientes la panza semihundida
De los barcos oxidados.
Los niños temerarios
Desde las antenas
Se lanzan y zambullen.
Y sabemos que es otro mundo
El que late allí abajo
De sombras y de muertos
En el puerto de Balbucia

La última de su tribu



Última.

Amanece en la cabaña de bambú. Ella se levanta, sale y ordena sus ídolos. No queda ninguna fruta.
“ Soy la culpable”, repite en esa lengua postrera. Después se lava, prepara té ceremoniosamente.

La jornada transcurre veloz: recoge más fruta, cocina arroz y pescado. En el río no soporta el reflejo de su rostro.

Cae la noche. De nuevo, las ofrendas están colocadas en las lindes del bosque. Se retira y, desde la penumbra, ve como unas sombras se acercan, cogen la comida y desaparecen en la espesura.
Luego, vienen la música y las risas. Y, también, algunos aullidos.

Los pájaros


Íbamos al monte,
Y a cada paso, el pueblo
Se adormecía, aún más,
En su silencio
De caracol abandonado.

Ellos tenían quemados los rostros
Por jornadas interminables
En sórdidas fábricas y almacenes,
Lejos de adelfas y de atrios
Y del agua derramada
Desde el brocal de la fuente.

Y tenían las ropas anticuadas
Eran, es cierto, de otras hambres,
De otras guerras,
De las que sólo oí hablar en susurros
Algún verano
Llegada la medianoche.



Me ofrecieron su alegría
De antaño (de cuando fueron niños)
Cobijada en sus manos,
Hinchadas y ásperas,
Anónimas manos
Que en silencio
Construyeron la orografía
De un océano acolchado
Donde viven mercaderes.

Sonreían nerviosos,
Sonreían casi sin filos ni cloacas
Cuando nos acercábamos
A la boca de la cueva.

Había que verlos como a niños,
Entonces que sus cabezas encanecidas
Refulgían como astros
En la abrupta vereda.

Había que verlos con el aliento roto,
El corazón fatigado y la burla
Machacando la impávida letanía
Ministerial de los relojes.
Un día de vida. Un poco más,
(Te robo otro)
Un poco más antes,
(Y otro más)
Un poco más antes de nada.

Y luego, la palmada con las manos
Hinchadas y ásperas,
Anónimas manos que provocan
Un griterío,
La espera y una sorpresa,
Y un billón de pájaros
Elevándose hacia el cielo
Siempre mudo.

Los vi yo,
Yo con la boca abierta y
El alma
Entonces aplanada mientras
Ellos si se reían abiertamente
Jugando a coger alguna pluma.

Especies inteligentes



Investigaciones astronómicas


Los dos muchachos enhebraban su análisis pormenorizado de las virtudes físicas de sus compañeras de clase. Al mismo tiempo, un ciento de insectos casi invisibles giraban alrededor de sus cabezas. Cada uno de estos animalitos, de especies desconocidas para los entomólogos terrestres, absorbía los movimientos de los muchachos, memorizaba sus rostros, y uno a uno sus vellos, las rugosidades de sus caras, los granos que, como las hornadas de pan, se renovaban cada día. Los insectos tenían, después de una hora de girar y girar, un mapa detallado de esos nuevos planetas. Luego, toda esta información viajó por el espacio, cruzó el eje espacio-temporal, consiguió llegar a una civilización lejana, la única que había sobrevivido de aquella galaxia escondida, a miles de años luz.
Cuando las baterías de los insectos se agotaron, estos fueron cayendo uno a uno y, a los pocos minutos, una ráfaga de viento arrastró aquella delicadeza de nanotecnología hiperavanzada.
Los muchachos se levantaron del banco del parque y comenzaron a caminar. Tarde de viernes, todavía quedaba todo el tiempo para la aventura y la conquista. A las 9 de la noche empezaba la fiesta del instituto. Uno de ellos se despidió primero:
--A las nueve menos cuarto nos vemos. Me voy a comer un bocata de fuagrás que te cagas.
--Adiós colega.
En el espacio más lejano, una civilización estudiaba cada uno de los datos enviados por sus mensajeros. Los superordenadores habían empezado a elaborar precisos mapas topográficos de los nuevos planetas. Alguien confundió una espinilla con un volcán a punto de explotar.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Adulto


ADULTO

A cierta hora el hombre adulto se encara con su propia adultez obligada. Imaginen: te sacan de tu ambiente, te llevan a una obra en la que están construyendo una torre de Babel de proporciones desconocidas hasta el momento y te dicen que tú eres el ingeniero de todo aquello.
Quizá no esté en tu vocación proseguir con la construcción de aquella mole. Lo adviertes y como respuesta te dan un vestido de sacerdote que te queda grande o con el que no te identificas.
En cualquier caso, empieza la jornada, una vez más, y, ya que parece más sensato seguir con el juego, decides colaborar y te pones a la cabeza de todos aquellos esclavos. Adviertes, das algunas órdenes sin demasiada convicción y te aseguras de que todo empieza a funcionar. Has sido elegido como el nuevo arquitecto y parece que el cargo es vitalicio. Hasta tu última expiración deberás pacientemente agregar más pisos, avenidas, pasajes secretos, trampillas, compuertas de seguridad, arcos clave, vomitorios y desagües y otros cientos de elementos arquitectónicos de los que tú nunca habías oído hablar.
Ese es el oficio para ti en estos momentos de adultos. Los esclavos te miran de soslayo y con tristeza. Tú eres uno de los engranajes que les causa frustración, tristeza, cierta rabia contenida. Y pasas a ser, como ya deberías saber, miembro de la casta sacerdotal. Comes con ellos, intentas evadirte de sus discusiones bizantinas, pero al final todos esperan de ti al menos una palabra en concordancia con el rito en el que danzamos todos. Si tienes la tentación de mostrarte airado; o bien, te burlas de sus ceremonias semanales, o prefieres tomar atajos, acortar la dura jornada de los esclavos, fingir que no estás allí y que aquella no es tu torre ni tu tierra, entonces, prepárate. Siempre habrá un rostro contrariado, o una expresión adusta que parece insinuarte que has de ajustarte ya ese abrigo de adulto que dicen que está hecho a tu medida. Despreciar ese traje es como despreciar el eje de la tierra, o las órbitas solares o burlarse de la fotosíntesis. Burlarse es como desconocer lo que es la vida y tú bien que lo sabes.
Por eso, haz el favor de dejar de mirar una y otra vez el reloj que te vampiriza en la muñeca

Los mansos de corazón


ANTEPASADOS

I

Casa de las abuelas,
oxidada llave entre el jazmín,
El recinto se ofrece como un libro.


I I

Huesos cetrinos nos redimen,
Sonríen un callado calendario.
Salieron medrosos en el cine
de la blanca tersura de la nada.

No tuvieron pan, no tuvieron vino.
No hubo respiro, ni palabras.
Su fina tierra
tizna las alas de las olas
y juguetona se aposenta
en la lasca dormida
de mi puerta.

I I I

Casa de los mansos,
Sillas de eneas.

En el zaguán.
Al sol de la sierra.

El viento sestea en los jazmines.
Un titán fuma su pitillo
y descifra los riscos verticales
que anduvo en otros tiempos
para libar las hogazas arteriales
de las ubres.

Dentro de la casa
los muros se deshacen
por el peso olvidado
de las fotos amarillas.

Esas son las que repiten
el empacho de las puertas,
de quicios o alacenas,
o lebrillos, o tenazas
o cafeteras oxidadas
donde florece la albahaca.

Nada de eso ya perdura,
ni siquiera es quincalla
de fantasmas.

Hoy los niños cabecean
en las canas de un latido.

Entonces, pálidos,
hambrientos y huesudos,
tiesos, además, como velas,
alumbraban con sus llantos
el duelo venerable
de los viejos.

Como volutas de humo arcaico
levitaban allá los niños
y tenían los ojos bien puestos
en los negros zapatones
de un difunto.

Erizo


Erizo

Las piedras no sirven para construir catedrales.
Ni los niños salvarán sus circos
en la piel de una sonrisa.
Queda la testuz invariable
y el himno permanente de Balbucia,
palabras a destiempo,
gestos de marionetas,
que todavía se ven ,marciales,
en la burda representación de los sagrarios.

No temas pues no serás el héroe,
ni la piedra firme de un arco
que soporta el temporal de todos los inviernos,
allá en el delta del río.
Seguirás como erizo que burla a las mariposas.
Y se hace la madriguera en una herida.

Pides templos y ríos inexplorados
y algún valle donde pasten
caballos enanos y salvajes.
Pides algún valle
donde todavía sea aceptable asentar
una tienda
de pieles ya gastadas.

martes, 4 de noviembre de 2008

Árboles


Estos árboles solitarios precisan la vida de algún robinsón dispuesto a abandonar las comodidades de la vida moderna. Hombre barbudo al cabo de varios meses, lunático al cabo de dos o tres años sin contacto con el resto de la humanidad. Ha perdido el habla humana. Cree que habla con los árboles. Quisiera que la mano del mundo fuera una extensión sin límites de árboles gigantescos. Un bosque cuyo verdor se viera desde la luna.

Tortuga huyendo de chips ajenos


Desde el territorio de Umbriaza: los pájaros llevan escafandra y las tortugas han sido perforadas por pérfidos inventores que han colocado en sus caparazones chips con la historia completa de cada humano que ha pisado este planeta.