BLINDAJE
Por entre las olas de la bahía se pueden ver los peces: las rayas y los atunes, desmesurados y misteriosos. Adivinamos sus siluetas borrosas avanzando hacía la orilla. Los demás son pequeños: caballas, bonitos y otros, sin nombre y negros, miles, que se acercan a la misma velocidad. Parece como si estuviera previsto que, después, cuando sus lomos brillen a la luz del sol, salgan a pie, con ancas imposibles, buscándonos a nosotros.
Lloran los peces, lloran desesperadamente y repiten una quejumbrosa retahíla que nadie puede entender.
Te miro y no quieres andar a mi lado. La balaustrada del paseo domina toda la bahía (¡podría haber sido todo tan romántico!) En el cielo se han reunido nubes oscuras a contemplar el espectáculo. Mi vista husmea en la distancia: allá lejos, las montañas aún tienen nieve. Y, más cerca, otra gente pasa, irreconocibles, como sombras. Parecen soldados de algún imperio, bigotudos y anacrónicos con sus quepis y uniformes azules.
Cuando quiero recuperarte ya no estás. O hay un blindaje de chapas superpuestas y de cerrojos que me impiden llegar a tu época. Porque tú ahora tienes el pelo largo y crespo, como esas sabias antiguas o sacerdotisas, y, a base de jirones y sangre, insomnios y voto de silencio, has conseguido una túnica blanca, fuerte como un búnker, y un teléfono que te hace desaparecer.
Te pido, te suplico y los peces aúllan ahora, solidarios con mi tristeza. Pero tú ya no estás, o estás en otro tiempo futuro. Y esos ojos, como templos sin grietas, no me ven, ya no me quieren ver; ni siquiera soy como esas estatuas de los museos.
Al final mis engaños me aturden. Se desatan pero sin mucha consistencia; son como esa leche materna que apacigua a los cachorros: me quito mis zapatos nuevos, que son de tiempos de verbenas en la playa. Me has invitado a bailar y voy, tembloroso, a tu regazo, como un niño que por fin ha conseguido el perdón a todos sus destrozos.
Por entre las olas de la bahía se pueden ver los peces: las rayas y los atunes, desmesurados y misteriosos. Adivinamos sus siluetas borrosas avanzando hacía la orilla. Los demás son pequeños: caballas, bonitos y otros, sin nombre y negros, miles, que se acercan a la misma velocidad. Parece como si estuviera previsto que, después, cuando sus lomos brillen a la luz del sol, salgan a pie, con ancas imposibles, buscándonos a nosotros.
Lloran los peces, lloran desesperadamente y repiten una quejumbrosa retahíla que nadie puede entender.
Te miro y no quieres andar a mi lado. La balaustrada del paseo domina toda la bahía (¡podría haber sido todo tan romántico!) En el cielo se han reunido nubes oscuras a contemplar el espectáculo. Mi vista husmea en la distancia: allá lejos, las montañas aún tienen nieve. Y, más cerca, otra gente pasa, irreconocibles, como sombras. Parecen soldados de algún imperio, bigotudos y anacrónicos con sus quepis y uniformes azules.
Cuando quiero recuperarte ya no estás. O hay un blindaje de chapas superpuestas y de cerrojos que me impiden llegar a tu época. Porque tú ahora tienes el pelo largo y crespo, como esas sabias antiguas o sacerdotisas, y, a base de jirones y sangre, insomnios y voto de silencio, has conseguido una túnica blanca, fuerte como un búnker, y un teléfono que te hace desaparecer.
Te pido, te suplico y los peces aúllan ahora, solidarios con mi tristeza. Pero tú ya no estás, o estás en otro tiempo futuro. Y esos ojos, como templos sin grietas, no me ven, ya no me quieren ver; ni siquiera soy como esas estatuas de los museos.
Al final mis engaños me aturden. Se desatan pero sin mucha consistencia; son como esa leche materna que apacigua a los cachorros: me quito mis zapatos nuevos, que son de tiempos de verbenas en la playa. Me has invitado a bailar y voy, tembloroso, a tu regazo, como un niño que por fin ha conseguido el perdón a todos sus destrozos.
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