No habrá ningún milagro.
Aquella gente parecía tan feliz. Muy cerca de la capital. En los alrededores, un interminable bosque de pinos y encinas. Hacía el río, los árboles frutales se alineaban feraces entre las huertas apretadas.
Su hacienda estaba lejos del mar; no temían las incursiones de los piratas. Algunos de sus conocidos habían sufrido el saqueo de gente sanguinaria y hambrienta; habían perdido hijos, hacienda, esclavos. Pero entre aquellas montañas el riesgo no existía. Además, un destacamento de las legiones tenía su campamento en una aldea cercana.
Se habían retirado a ese lugar lejano para evitar las intrigas políticas de la capital. El hombre aún conservaba el empaque del antiguo senador: el pelo plateado, ralo, uniforme; la piel, morena y curtida. Ella ya había aceptado que era una señora. No tenía la lozanía de la juventud, pero conservaba la picardía infantil de sus ojos. No tuvieron hijos y ella intentaba entregarse en el cuidado de los que, uno tras otro, traían las esclavas. A veces, también, se empeñaba en peinarlas y adornarlas con sus caros afeites y joyas. El señor la reprendía entonces, dónde se habían visto esas confianzas contraproducentes con los esclavos.
Poca gente se acercaba por aquella región: mercaderes de novedades, algún que otro correo, muy pocos, que traían noticias de la capital: traiciones, descalabros, muertes de unos y otros. El relato se volvía tan truculento que al final el señor arrojaba la carta al fuego.
Esta era la vida tranquila de aquellos señores, en aquel tiempo que no quiero recordar porque, entonces, yo también fui feliz.
Llegamos con un grupo de cómicos, gente pobre, pero siempre sonriente; gente de escasas pertenencias y ropas raídas: algún viejo silencioso que lo sabía todo, parejas enamoradas que lo mismo se amaban escandalosamente como, al minuto, se insultaban con furia. Nosotros también estábamos enamorados y no nos importaba lo que muchos pensaran de los cómicos: ni insultos, ni golpes, nada perturbaba nuestra felicidad.
Llegamos un atardecer y los cómicos representaron su función. Tras la algarabía y la novedad, pregunté a un esclavo si era posible hablar con el señor. Yo, en aquella época, era un joven retratista que había pintado a las mejores familias del Imperio. Conocía a mucha gente, había entrado en alcobas, en cocinas y comedores. No había podido evitar escuchar chismes y conspiraciones. Y por eso ahora recorría los caminos con un grupo de desarrapados.
Hablé con el señor y lo convencí. Llegamos a un acuerdo en cuanto a nuestra manutención. Durante semanas, que después se alargaron en meses, intenté terminar mi trabajo. Al comienzo, mi ritmo fue rápido: “una semana”-pensaba-“pronto nos reuniremos con los cómicos otra vez”. Los rasgos de los señores eran muy marcados y la pared, cada vez más, se parecía a un espejo. Al fresco, ambos, señor y señora, a la misma altura, un poco ladeados, pero con los ojos dirigiéndose a la persona que los contemplara. Esa era la moda en la capital. El retrato del señor pronto estuvo concluido. Pero algo pasaba con el de la señora: una mañana tras otra, mi trabajo del día anterior amanecía borrado torpemente. Pensé que se trataba de los chiquillos, los hijos de los esclavos, y quise advertir de ello a los señores. Mi mujer me disuadió: “ Es la señora, no quiere que nos marchemos”. Creo que el señor estaba al tanto de lo que ocurría ( era como si la señora hubiera adoptado a mi paciente y amable esposa) y hacía la vista gorda.
Aquello duró varios meses. Durante todo ese tiempo mi esposa y yo gozamos de todos los placeres. Engordamos y jugamos. Y hasta creímos que aquello duraría para siempre.
Fue entonces cuando, en una mañana de marzo, un correo malherido llegó hasta la hacienda. Buscaron inútilmente una carta entre sus ropas. El muchacho deliró durante varios días antes de morir y el señor no obtuvo ninguna información fiable. Un rumor de guerras y sublevaciones llegaba de las aldeas cercanas. El señor se colocó sus antiguos ropajes militares y partió hacia la capital.
Su esposa permaneció varios días con temblores y ahogos. En ese tiempo, terminé, al fin, su retrato ( pude reflejar, en el rictus, en esos ojos desconfiados) todo los malos presentimientos que la acechaban.
Al cabo de un mes, el esposo regresó, fatigado pero entero, y nosotros decidimos que ya era el momento de proseguir con nuestro camino.
Entre lágrimas la señora y mi esposa se despidieron, ambas con la ilusa promesa de un nuevo encuentro en el futuro.
Pronto encontramos a nuestros amigos los cómicos. Ya no parecían tan alegres. Uno de ellos había muerto a manos de un soldado empeñado en pasar la noche con una de las bailarinas.
Recorrimos todo el país. Hubo meses en que tuvimos que mendigar. A menudo robábamos en las huertas de gente tan miserable como nosotros.
Una gran nevada, en el invierno más frío que recuerdo, se llevó a mi querida esposa. Se la llevó entre toses y delirios, y con ella se llevó también mi alegría y mis esperanzas. Entre sus palabras incongruentes, repetía algo de un niño que la esperaba al otro lado de un lago.
Y ahora escribo estas palabras. Yo que no fui ni tribuno, ni escriba; y que sólo aprendí a escribir porque mi padre, un artesano, consintió en que asistiera a la escuela unos meses porque estaba enfrente de nuestro hogar.
Ha pasado mucho tiempo y he vuelto a pasar por aquellas montañas. Ahora estoy envejecido y cansado. He perdido la cuenta de cuántos retratos pinté en mi vida.
Me acerqué a la que había sido la casa de aquellos señores. Sólo quedan ruinas de los lugares en los que fui tan feliz. Entré en el que fue el atrium. Todo lo cubrían las hojas podridas de un árbol que había crecido en el lugar más extraño: al pie, casi tapándolos, de dos imágenes que me miraban, difuminadas, desde el muro. Me apresuré como si aún tuviera que concluir mi obra. En un lado distinguí, a pesar de mis cansados ojos, las huellas de mis dedos dejadas en el pigmento. Parecían recientes, como marcadas hace unos segundos antes. Apoyé mi pulgar en su huella haciéndolos coincidir, aunque bien que sabía que no habría un milagro.
Aquella gente parecía tan feliz. Muy cerca de la capital. En los alrededores, un interminable bosque de pinos y encinas. Hacía el río, los árboles frutales se alineaban feraces entre las huertas apretadas.
Su hacienda estaba lejos del mar; no temían las incursiones de los piratas. Algunos de sus conocidos habían sufrido el saqueo de gente sanguinaria y hambrienta; habían perdido hijos, hacienda, esclavos. Pero entre aquellas montañas el riesgo no existía. Además, un destacamento de las legiones tenía su campamento en una aldea cercana.
Se habían retirado a ese lugar lejano para evitar las intrigas políticas de la capital. El hombre aún conservaba el empaque del antiguo senador: el pelo plateado, ralo, uniforme; la piel, morena y curtida. Ella ya había aceptado que era una señora. No tenía la lozanía de la juventud, pero conservaba la picardía infantil de sus ojos. No tuvieron hijos y ella intentaba entregarse en el cuidado de los que, uno tras otro, traían las esclavas. A veces, también, se empeñaba en peinarlas y adornarlas con sus caros afeites y joyas. El señor la reprendía entonces, dónde se habían visto esas confianzas contraproducentes con los esclavos.
Poca gente se acercaba por aquella región: mercaderes de novedades, algún que otro correo, muy pocos, que traían noticias de la capital: traiciones, descalabros, muertes de unos y otros. El relato se volvía tan truculento que al final el señor arrojaba la carta al fuego.
Esta era la vida tranquila de aquellos señores, en aquel tiempo que no quiero recordar porque, entonces, yo también fui feliz.
Llegamos con un grupo de cómicos, gente pobre, pero siempre sonriente; gente de escasas pertenencias y ropas raídas: algún viejo silencioso que lo sabía todo, parejas enamoradas que lo mismo se amaban escandalosamente como, al minuto, se insultaban con furia. Nosotros también estábamos enamorados y no nos importaba lo que muchos pensaran de los cómicos: ni insultos, ni golpes, nada perturbaba nuestra felicidad.
Llegamos un atardecer y los cómicos representaron su función. Tras la algarabía y la novedad, pregunté a un esclavo si era posible hablar con el señor. Yo, en aquella época, era un joven retratista que había pintado a las mejores familias del Imperio. Conocía a mucha gente, había entrado en alcobas, en cocinas y comedores. No había podido evitar escuchar chismes y conspiraciones. Y por eso ahora recorría los caminos con un grupo de desarrapados.
Hablé con el señor y lo convencí. Llegamos a un acuerdo en cuanto a nuestra manutención. Durante semanas, que después se alargaron en meses, intenté terminar mi trabajo. Al comienzo, mi ritmo fue rápido: “una semana”-pensaba-“pronto nos reuniremos con los cómicos otra vez”. Los rasgos de los señores eran muy marcados y la pared, cada vez más, se parecía a un espejo. Al fresco, ambos, señor y señora, a la misma altura, un poco ladeados, pero con los ojos dirigiéndose a la persona que los contemplara. Esa era la moda en la capital. El retrato del señor pronto estuvo concluido. Pero algo pasaba con el de la señora: una mañana tras otra, mi trabajo del día anterior amanecía borrado torpemente. Pensé que se trataba de los chiquillos, los hijos de los esclavos, y quise advertir de ello a los señores. Mi mujer me disuadió: “ Es la señora, no quiere que nos marchemos”. Creo que el señor estaba al tanto de lo que ocurría ( era como si la señora hubiera adoptado a mi paciente y amable esposa) y hacía la vista gorda.
Aquello duró varios meses. Durante todo ese tiempo mi esposa y yo gozamos de todos los placeres. Engordamos y jugamos. Y hasta creímos que aquello duraría para siempre.
Fue entonces cuando, en una mañana de marzo, un correo malherido llegó hasta la hacienda. Buscaron inútilmente una carta entre sus ropas. El muchacho deliró durante varios días antes de morir y el señor no obtuvo ninguna información fiable. Un rumor de guerras y sublevaciones llegaba de las aldeas cercanas. El señor se colocó sus antiguos ropajes militares y partió hacia la capital.
Su esposa permaneció varios días con temblores y ahogos. En ese tiempo, terminé, al fin, su retrato ( pude reflejar, en el rictus, en esos ojos desconfiados) todo los malos presentimientos que la acechaban.
Al cabo de un mes, el esposo regresó, fatigado pero entero, y nosotros decidimos que ya era el momento de proseguir con nuestro camino.
Entre lágrimas la señora y mi esposa se despidieron, ambas con la ilusa promesa de un nuevo encuentro en el futuro.
Pronto encontramos a nuestros amigos los cómicos. Ya no parecían tan alegres. Uno de ellos había muerto a manos de un soldado empeñado en pasar la noche con una de las bailarinas.
Recorrimos todo el país. Hubo meses en que tuvimos que mendigar. A menudo robábamos en las huertas de gente tan miserable como nosotros.
Una gran nevada, en el invierno más frío que recuerdo, se llevó a mi querida esposa. Se la llevó entre toses y delirios, y con ella se llevó también mi alegría y mis esperanzas. Entre sus palabras incongruentes, repetía algo de un niño que la esperaba al otro lado de un lago.
Y ahora escribo estas palabras. Yo que no fui ni tribuno, ni escriba; y que sólo aprendí a escribir porque mi padre, un artesano, consintió en que asistiera a la escuela unos meses porque estaba enfrente de nuestro hogar.
Ha pasado mucho tiempo y he vuelto a pasar por aquellas montañas. Ahora estoy envejecido y cansado. He perdido la cuenta de cuántos retratos pinté en mi vida.
Me acerqué a la que había sido la casa de aquellos señores. Sólo quedan ruinas de los lugares en los que fui tan feliz. Entré en el que fue el atrium. Todo lo cubrían las hojas podridas de un árbol que había crecido en el lugar más extraño: al pie, casi tapándolos, de dos imágenes que me miraban, difuminadas, desde el muro. Me apresuré como si aún tuviera que concluir mi obra. En un lado distinguí, a pesar de mis cansados ojos, las huellas de mis dedos dejadas en el pigmento. Parecían recientes, como marcadas hace unos segundos antes. Apoyé mi pulgar en su huella haciéndolos coincidir, aunque bien que sabía que no habría un milagro.
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