Esta historia trata de unos campesinos y de sus tierras verdes en la frontera con las tierras amarillas, las de otros campesinos con menos fortuna. Estos últimos veían a cada estación como el campo se agostaba, en el último mes antes de la cosecha, porque las nubes no descargaban la lluvia sobre sus tierras sino que las superaban, las dejaban atrás hasta alcanzar las tierras verdes. Allí, sobre ya frondosos huertos, dejaban caer una mansa lluvia que lo empapaba todo durante días. Entonces, se formaban riachuelos que desembocaban en un río grande y de feraces limos.
Un año en que la sequía había aniquilado hasta los tubérculos más resistentes y fibrosos, los campesinos de las tierras amarillas suplicaron un poco de agua a los de las tierras verdes:
—¿Cómo llevaréis el agua desde aquí hasta vuestras tierras?—preguntaron los campesinos de las tierras verdes.
Los campesinos de las tierras amarillas idearon: grandes globos sobrevolarían las tierras amarillas izando cubetas de madera que desprenderían el agua al pulsar ingeniosos mecanismos de apertura. Pero ¿de dónde saldrían esos artilugios? ¿Con qué material lo fabricarían? Las tierras amarillas apenas si daban briznas de hierbas, muy pocas comestibles, acaso mínimamente sustanciosas para elaborar infusiones. También, cascotes y cabras. Espinos y víboras. Cactos y alacranes.
La gente de las tierras amarillas tenía la ancestral costumbre de reunirse en torno al fuego. Con el movimiento de la llama, en el teatrillo que sobre la arena conformaban las sombras, dejaban volar la imaginación. Y todos participaban del mismo rito: imaginemos, sólo por un momento, que ubres de vacas gigantescas se pueden hinchar de gases, los que provocan la fermentación de orondas verduras o toneladas de legumbres (algunas de estas semillas, grandes y lustrosas como diamantes legendarios). Inflaríamos los pellejos, los ataríamos a los depósitos, se elevarían en el cielo hasta hacerse diminutos o confundirse con las nubes. Luego, absorberían las aguas de los lagos pertenecientes a las tierras verdes, volverían hasta nosotros, nos empaparían.
—¿No sería más rápido imaginar nubes y aguaceros?—sugirió alguien. Entonces, los campesinos se quedaron silenciosos, un poco antes de retirarse cada uno a su choza.
Una anciana soñó aquella noche: se fabricaban los primeros globos. Sobrevolaban las miserables tierras. Jóvenes (exinanidos, ojerosos por tantas semanas de sopas insustanciales de matojos) se convertían en valientes pilotos. Y, luego, decía la anciana con un hilillo de voz que resonaba en la oscuridad de la desangelada noche, pagaban con sus vidas el intento: ráfagas de viento de un huracán nunca visto por aquellos parajes, truenos broncos, rayos que quebraban la noche. Los cables se rompían, los pilotos se descalabraban contra las afiladas montañas. Muy pocos globos (sus cubetas medio vacías por el zarandeo del viento) alcanzaban su destino y apenas podían saciar la sed de los chiquillos.
La acongojada anciana extendió los brazos como si buscara el consuelo de todos y, luego, se dejó caer como un fardo. La hoguera chisporroteaba real, peligrosa, abrasadora si alguien se atrevía a acercarse demasiado. Los campesinos lloraban unidos, formando un pardo caparazón. Había sido una pesadilla, pero vivían la narración como si los muertos pudieran surgir de aquel misterioso mundo para llevarse a sus dobles, hambrientos y ojerosos, que con las cabezas entre las manos ocultaban su impotencia.
Se impuso la realidad de sus miserias: las chozas renegridas por el paso implacable de estaciones extremas, ramas secas y retorcidas, cabras y sus rastros de boñigas, rastrojos inmortales, eternos.
Los campesinos de las tierras amarillas construyeron carritos que tendrían que ser tirados por cabras. No poseían otras bestias. En aquellas tierras sólo los requemados huesos abandonados en las torrenteras secas revelaban que en un tiempo ya lejano el ganado había pastado en añorados herbazales.
En primer lugar, fue difícil reunir la madera para construir las ruedas y los armazones. Se talaron los últimos boscajes. Se buscó leños en las chozas abandonadas, en las barrancas secas. Algunos dieron hasta los esqueletos de sus camas o las carcomidas tablas de sus puertas.
Luego, llegó el momento de las cabras: había que adiestrarlas, había que obligarlas a tirar del arreo sin retozar y siguiendo un mismo camino durante horas. A menudo se revolvían, saltaban, se golpeaban contra las piedras hasta lograr desprenderse de los cinchos.
Cuando se inició el transporte de agua, las gentes de las tierras verdes, desde los frescos zaguanes, veían ese interminable rebaño de cabras como un asunto cómico. Disimulaban las sonrisas pero, en el límite del arrabal, los hombres de las tierras amarillas podían escuchar las bromas, las carcajadas que los niños no reprimían mientras cantaban letrillas que los adultos habían compuesto en las fiestas de la cosecha.
Sin agua, pero con cabras
Con cabras que llevan agua
No tienen agua, tienen las cabras
Son sólo locos, locos sin agua
A la llegada a las tierras amarillas, las gentes se arremolinaban en torno a los carritos. Había que soltar las cabras para que pastaran un rato. Había que reservar gran parte del agua para que las cabras saciaran su sed después de una jornada de viaje. Había que regar algunos huertos (los turnos estaban establecidos por el consejo de sabios) y, entonces, los niños bebían. Y también los ancianos. Y finalmente el resto, apenas el agua que cabía en el cuenco de una mano.
La caravana se repitió a lo largo de tres meses. Pero los huertos no prosperaban. La sed había aumentado porque la presencia de una mínima cantidad de agua propiciaba el sueño de poseer estanques rebosantes, depósitos bajo tierra, cántaros a la sombra, jarras siempre llenas. Día a día, las cabras fueron ralentizando su regreso. Algunas se habían vuelto más ariscas y, a pesar de los inútiles vergajazos, se negaban a continuar o se tendían en el suelo.
—Este procedimiento es inútil—Lo dijo el más anciano, en una noche especialmente abrasadora. El viento soplaba con fuerza. Alguien, perdido detrás de las sombras que promovía la luna, comentó:
—Si la memoria no me falla, este viento presagia tormenta—nadie tomó en cuenta sus palabras. Prosiguió cada grupo con sus conversaciones. El sabio retomó su primera idea:
—No podemos seguir con ese tránsito absurdo de las cabras.
—Es el que nos ha dado mejor resultado hasta el momento—interrumpió otro miembro del consejo de ancianos.
—Debemos pensar en una solución nueva.
A la mañana siguiente el cielo amaneció encapotado. Era la primera vez que muchos niños veían las nubes.
—De ahí caerá el agua. Otra vez nuestra tierra será fértil—las madres señalaban hacia las alturas. Los niños querían saber de dónde había surgido aquella lana gris, interminable.
—Son enormes odres cargados de agua—explicaban los adultos.
Al mediodía estallaron los truenos y los rayos. Algunos campesinos habían pasado toda la mañana danzando y entonando viejos cantos que asegurasen el aguacero.
El viento se convirtió en huracán; algunos rayos cayeron sobre las chozas, incendiaron los escasos cercados, achicharraron a algunas cabras. Los truenos retumbaban en cada cuerpo de los campesinos de las tierras amarillas. Los niños lloraban aterrorizados porque a cada rayo, que rompía el cielo con líneas de fuego, proseguía un bramido de bestia furiosa.
El agua no cayó. Las nubes siguieron su camino. Quemaron algunos secarrales, pero no hubo ningún aguacero. No hubo una mínima llovizna para aplacar el polverío del desatado viento.
—Esta tierra está maldita—sentenció alguien.
—Hemos de huir de aquí, dispersarnos por el mundo.
—Nadie nos aceptaría ni en sus arrabales.
Así fue cómo aquella tribu desapareció. Todos se alejaron de las tierras amarillas, sobrepasaron las tierras verdes y, luego, cada familia tomó una dirección distinta. Algunos llegaron a las grandes urbes del norte y allí trabajaron como siervos y en los estercoleros. Otros sucumbieron en selvas, permanentemente húmedas, extraviados en la espesura. Los que tuvieron más suerte acabaron a las orillas insalubres de los grandes lagos del oeste. Construyeron palafitos para poder escuchar el dulce oleaje durante la noche. Cuando llegó la estación de los mosquitos sufrieron fiebres y todos murieron.
Entretanto, los campesinos de las tierras verdes ocuparon los eriales que habían abandonado los de las tierras amarillas . Construyeron una acequia monumental que se difuminaba en canalillos. Plantaron árboles frutales, plantaron grano, elevaron silos, excavaron pozos de los que extraían abundante agua con ingeniosas norias.
Las tierras amarillas se convirtieron en tierras verdes.
Todavía quedan algunos ancianos de las tierras amarillas que conservan en su memoria el día que, siendo niños, vieron por primera vez un cielo encapotado.
Son ancianos solitarios que viven en rincones alejados de este mundo: una fogonera que trabaja en un palacio. Está achacosa. Hace años que no sale de aquella sala en la que están los fogones. De la parte alta, donde están las cocinas, le llega, a veces, las risas de las cocineras y, cada día, por un elevador, bajan su sopa. Cuando llega la hora de dormir, se agazapa cerca de los fogones y observa un ventanuco y, en invierno, ve brillar las gotas de lluvia con el reflejo de los rescoldos.
Un minero. Se adentra todos los días en grutas cada vez más estrechas. Aunque anciano, como ha perdido peso, puede deslizarse hasta los confines más profundos de la mina. Con él van otros ancianos y niños, que son los que mejor pueden extraer los minerales. Los ancianos son resistentes. Tardan en morir. Él sabe que le queda poco tiempo. Quizá en la estación de las lluvias las galerías se inunden y muera ahogado.
Una prostituta, que sólo sale de su cubículo para beber una jarra de vino.
Un limpiador de pocilgas. Duerme a la intemperie, entre los cerdos y maldice el otoño y el invierno interminable.
Una concubina. Fue la preferida del harem y ahora malvive en una mazmorra en la que entra la lluvia por la lejana entrada superior. A través de los barrotes se pueden ver algunas estrellas.
Un año en que la sequía había aniquilado hasta los tubérculos más resistentes y fibrosos, los campesinos de las tierras amarillas suplicaron un poco de agua a los de las tierras verdes:
—¿Cómo llevaréis el agua desde aquí hasta vuestras tierras?—preguntaron los campesinos de las tierras verdes.
Los campesinos de las tierras amarillas idearon: grandes globos sobrevolarían las tierras amarillas izando cubetas de madera que desprenderían el agua al pulsar ingeniosos mecanismos de apertura. Pero ¿de dónde saldrían esos artilugios? ¿Con qué material lo fabricarían? Las tierras amarillas apenas si daban briznas de hierbas, muy pocas comestibles, acaso mínimamente sustanciosas para elaborar infusiones. También, cascotes y cabras. Espinos y víboras. Cactos y alacranes.
La gente de las tierras amarillas tenía la ancestral costumbre de reunirse en torno al fuego. Con el movimiento de la llama, en el teatrillo que sobre la arena conformaban las sombras, dejaban volar la imaginación. Y todos participaban del mismo rito: imaginemos, sólo por un momento, que ubres de vacas gigantescas se pueden hinchar de gases, los que provocan la fermentación de orondas verduras o toneladas de legumbres (algunas de estas semillas, grandes y lustrosas como diamantes legendarios). Inflaríamos los pellejos, los ataríamos a los depósitos, se elevarían en el cielo hasta hacerse diminutos o confundirse con las nubes. Luego, absorberían las aguas de los lagos pertenecientes a las tierras verdes, volverían hasta nosotros, nos empaparían.
—¿No sería más rápido imaginar nubes y aguaceros?—sugirió alguien. Entonces, los campesinos se quedaron silenciosos, un poco antes de retirarse cada uno a su choza.
Una anciana soñó aquella noche: se fabricaban los primeros globos. Sobrevolaban las miserables tierras. Jóvenes (exinanidos, ojerosos por tantas semanas de sopas insustanciales de matojos) se convertían en valientes pilotos. Y, luego, decía la anciana con un hilillo de voz que resonaba en la oscuridad de la desangelada noche, pagaban con sus vidas el intento: ráfagas de viento de un huracán nunca visto por aquellos parajes, truenos broncos, rayos que quebraban la noche. Los cables se rompían, los pilotos se descalabraban contra las afiladas montañas. Muy pocos globos (sus cubetas medio vacías por el zarandeo del viento) alcanzaban su destino y apenas podían saciar la sed de los chiquillos.
La acongojada anciana extendió los brazos como si buscara el consuelo de todos y, luego, se dejó caer como un fardo. La hoguera chisporroteaba real, peligrosa, abrasadora si alguien se atrevía a acercarse demasiado. Los campesinos lloraban unidos, formando un pardo caparazón. Había sido una pesadilla, pero vivían la narración como si los muertos pudieran surgir de aquel misterioso mundo para llevarse a sus dobles, hambrientos y ojerosos, que con las cabezas entre las manos ocultaban su impotencia.
Se impuso la realidad de sus miserias: las chozas renegridas por el paso implacable de estaciones extremas, ramas secas y retorcidas, cabras y sus rastros de boñigas, rastrojos inmortales, eternos.
Los campesinos de las tierras amarillas construyeron carritos que tendrían que ser tirados por cabras. No poseían otras bestias. En aquellas tierras sólo los requemados huesos abandonados en las torrenteras secas revelaban que en un tiempo ya lejano el ganado había pastado en añorados herbazales.
En primer lugar, fue difícil reunir la madera para construir las ruedas y los armazones. Se talaron los últimos boscajes. Se buscó leños en las chozas abandonadas, en las barrancas secas. Algunos dieron hasta los esqueletos de sus camas o las carcomidas tablas de sus puertas.
Luego, llegó el momento de las cabras: había que adiestrarlas, había que obligarlas a tirar del arreo sin retozar y siguiendo un mismo camino durante horas. A menudo se revolvían, saltaban, se golpeaban contra las piedras hasta lograr desprenderse de los cinchos.
Cuando se inició el transporte de agua, las gentes de las tierras verdes, desde los frescos zaguanes, veían ese interminable rebaño de cabras como un asunto cómico. Disimulaban las sonrisas pero, en el límite del arrabal, los hombres de las tierras amarillas podían escuchar las bromas, las carcajadas que los niños no reprimían mientras cantaban letrillas que los adultos habían compuesto en las fiestas de la cosecha.
Sin agua, pero con cabras
Con cabras que llevan agua
No tienen agua, tienen las cabras
Son sólo locos, locos sin agua
A la llegada a las tierras amarillas, las gentes se arremolinaban en torno a los carritos. Había que soltar las cabras para que pastaran un rato. Había que reservar gran parte del agua para que las cabras saciaran su sed después de una jornada de viaje. Había que regar algunos huertos (los turnos estaban establecidos por el consejo de sabios) y, entonces, los niños bebían. Y también los ancianos. Y finalmente el resto, apenas el agua que cabía en el cuenco de una mano.
La caravana se repitió a lo largo de tres meses. Pero los huertos no prosperaban. La sed había aumentado porque la presencia de una mínima cantidad de agua propiciaba el sueño de poseer estanques rebosantes, depósitos bajo tierra, cántaros a la sombra, jarras siempre llenas. Día a día, las cabras fueron ralentizando su regreso. Algunas se habían vuelto más ariscas y, a pesar de los inútiles vergajazos, se negaban a continuar o se tendían en el suelo.
—Este procedimiento es inútil—Lo dijo el más anciano, en una noche especialmente abrasadora. El viento soplaba con fuerza. Alguien, perdido detrás de las sombras que promovía la luna, comentó:
—Si la memoria no me falla, este viento presagia tormenta—nadie tomó en cuenta sus palabras. Prosiguió cada grupo con sus conversaciones. El sabio retomó su primera idea:
—No podemos seguir con ese tránsito absurdo de las cabras.
—Es el que nos ha dado mejor resultado hasta el momento—interrumpió otro miembro del consejo de ancianos.
—Debemos pensar en una solución nueva.
A la mañana siguiente el cielo amaneció encapotado. Era la primera vez que muchos niños veían las nubes.
—De ahí caerá el agua. Otra vez nuestra tierra será fértil—las madres señalaban hacia las alturas. Los niños querían saber de dónde había surgido aquella lana gris, interminable.
—Son enormes odres cargados de agua—explicaban los adultos.
Al mediodía estallaron los truenos y los rayos. Algunos campesinos habían pasado toda la mañana danzando y entonando viejos cantos que asegurasen el aguacero.
El viento se convirtió en huracán; algunos rayos cayeron sobre las chozas, incendiaron los escasos cercados, achicharraron a algunas cabras. Los truenos retumbaban en cada cuerpo de los campesinos de las tierras amarillas. Los niños lloraban aterrorizados porque a cada rayo, que rompía el cielo con líneas de fuego, proseguía un bramido de bestia furiosa.
El agua no cayó. Las nubes siguieron su camino. Quemaron algunos secarrales, pero no hubo ningún aguacero. No hubo una mínima llovizna para aplacar el polverío del desatado viento.
—Esta tierra está maldita—sentenció alguien.
—Hemos de huir de aquí, dispersarnos por el mundo.
—Nadie nos aceptaría ni en sus arrabales.
Así fue cómo aquella tribu desapareció. Todos se alejaron de las tierras amarillas, sobrepasaron las tierras verdes y, luego, cada familia tomó una dirección distinta. Algunos llegaron a las grandes urbes del norte y allí trabajaron como siervos y en los estercoleros. Otros sucumbieron en selvas, permanentemente húmedas, extraviados en la espesura. Los que tuvieron más suerte acabaron a las orillas insalubres de los grandes lagos del oeste. Construyeron palafitos para poder escuchar el dulce oleaje durante la noche. Cuando llegó la estación de los mosquitos sufrieron fiebres y todos murieron.
Entretanto, los campesinos de las tierras verdes ocuparon los eriales que habían abandonado los de las tierras amarillas . Construyeron una acequia monumental que se difuminaba en canalillos. Plantaron árboles frutales, plantaron grano, elevaron silos, excavaron pozos de los que extraían abundante agua con ingeniosas norias.
Las tierras amarillas se convirtieron en tierras verdes.
Todavía quedan algunos ancianos de las tierras amarillas que conservan en su memoria el día que, siendo niños, vieron por primera vez un cielo encapotado.
Son ancianos solitarios que viven en rincones alejados de este mundo: una fogonera que trabaja en un palacio. Está achacosa. Hace años que no sale de aquella sala en la que están los fogones. De la parte alta, donde están las cocinas, le llega, a veces, las risas de las cocineras y, cada día, por un elevador, bajan su sopa. Cuando llega la hora de dormir, se agazapa cerca de los fogones y observa un ventanuco y, en invierno, ve brillar las gotas de lluvia con el reflejo de los rescoldos.
Un minero. Se adentra todos los días en grutas cada vez más estrechas. Aunque anciano, como ha perdido peso, puede deslizarse hasta los confines más profundos de la mina. Con él van otros ancianos y niños, que son los que mejor pueden extraer los minerales. Los ancianos son resistentes. Tardan en morir. Él sabe que le queda poco tiempo. Quizá en la estación de las lluvias las galerías se inunden y muera ahogado.
Una prostituta, que sólo sale de su cubículo para beber una jarra de vino.
Un limpiador de pocilgas. Duerme a la intemperie, entre los cerdos y maldice el otoño y el invierno interminable.
Una concubina. Fue la preferida del harem y ahora malvive en una mazmorra en la que entra la lluvia por la lejana entrada superior. A través de los barrotes se pueden ver algunas estrellas.