jueves, 16 de diciembre de 2010

LAS AZOTEAS


Las azoteas

Las azoteas se elevan en el aire
Diáfano de mayo.
Hay por un momento,
Apenas entrevisto,
Una casilla de ladrillos,
Vigas y maderas
Que superpone en el vacío
Su forma de ala herrumbrosa.

Se alza hacia el cielo
Y ves la trama de sus vigas
Como antiguos costillares,
Enfermos costillares,
Por los que pululan las arañas
Y otros bichos misteriosos,
Saludada por vencejos
Que en sus aristas
Dibujan la verdad
De todas las mañanas.

Al atardecer
Se enfría tenuemente
El suelo caldeado
Por la solana interminable.

Se ve entonces
Sobre los tejados
Su sombra imponente
De almena de castillo
O torreón de palacio.

Sombra de azoteas y almenas.
Líneas de cemento inútil y abandonado.
Hogar de nadie en este mundo.
El musgo extiende ya sus barbas
Y nos ofrece una pradera
Sin ríos, ni tribus, ni bisontes.

En la azotea hay una casilla
Con una ventana rota, sin cristales.
¿Alguien alguna vez
Se quedó dormido
Contemplando las estrellas
Por el inane hueco
De esta ventana?


Alzo la vista,
Miro la azotea,
La casilla está curtida
Como la piel de los eremitas
Que vivieron sobre columnas
Durante lustros y más lustros.

Nuestros ojos se cruzan
Tan sólo un momento:
Me grita piedra y cemento,
Irascible y solitaria
En una mañana
Como tantas otras.

Pero no oigo su plegaria.
Me quedo absorto en el tiempo
Que pasa a su lado sigiloso
La acaricia y la esculpe
Y arranca de camino
Jirones imperceptibles
De mi superficie
También precaria
Y sin regreso.

BARBA DE TRES DÍAS

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DESDE LOS JARDINES FLOTANTES




DESDE LOS JARDINES FLOTANTES

Sopa boba para todos en la puerta del hospicio. Caballeros harapientos y acurrucados en sus capas apolilladas, desflecadas. Caballeros sin imperio al que salvar porque toda aquella máquina se ha hundido. Forman la legión de los hambrientos y piojosos. Aquellos que esperan que caigan objetos desde los jardines flotantes. Saben que la aristocracia vive allí arriba, sobre aquellas imponentes columnas donde descansan plazoletas y palacetes. Sol, aire perfumado por los jardines de incienso y otras hierbas aromáticas. Agua fresca y limpia recogida en las cisternas. Abajo, los caballeros menesterosos. Los hidalgos sin oficio ni beneficio, la plebe desdentada y pestilente. El agua podrida, enfangada.

A veces cae desde los jardines un rasurado aristócrata. Viene con la peluca blanca. Viene con el rapé, las ropas de seda. Huele bien, aunque su cabeza se haya reventado contra aquellos adoquines mugrientos, aunque su cabeza se haya quebrado como una sandía y sus sesos salpiquen a los más sucios.
Imaginan los más lerdos, los más menesterosos. Los que se arrancan los piojos frente a trozos de espejos porque no funciona la solidaridad entre ellos ni para despiojarse. Imaginan que los pies de los jardines flotantes, (ese mundo limpio, soleado, higiénico de donde viene el aristócrata despachurrado) se han convertido en el cementerio de los de arriba.
Pero enseguida alguien grita: imposible por cuanto aquellas son gentes de cultura y bien. Ellos, que no son como nosotros (que somos alimañas), celebran honrosos funerales para sus difuntos, grandes procesiones en carrozas enlutadas, catafalcos que glosan los cronistas.
Entonces alguien (los labios agrietados, los dientes desbaratados como almenas rotas) se atreve a insinuar: estos mueren en el aire porque los jardines están muy altos. Son gentes que se caen en accidentes.
Uno protesta: ¡Accidentes, imposible! aquella gente de arriba es muy lúcida. No pueden tener accidentes.
Alguien insinúa: O estos son malnacidos suicidas que no saben aprovechar la suerte que les ha correspondido.
Grita otro, agresivo, lleno de una ira insana que aleja a los demás: Nos mienten, si se sienten tristes. Es el más furioso. Con un palito de madera intenta socavar una columna de unos diez metros de circunferencia.

TÚ LO SABES TODO


Tú lo sabes todo
Y no necesitas las palabras.
Tú eres reina de un reino minúsculo
En el que ya nos vemos convertidos
En recuerdos.

A la tristeza de los recuerdos
Tú respondes
Con un espejo de vida
Navegando en esta hora.

El silencio es tu arma
Y también esa sonrisa
Que parece resignada.

Abres castillos,
Destruyes murallas,
Cambias el curso de los ríos
Con solo tu rostro sonriente.

A veces dibujas
Sobre la arena
Recuerdos de otras vidas
Que borran las olas:

Hay una calleja olvidada,
Donde se acaba un pueblo,
Luego viene el monte,
Siempre de noche,
Siempre en invierno.

En la última casa
Vive una maestra
Y a la luz de una bombilla
Un hombre trabaja,
Horas interminables,
Horas que son para nada.

Tú susurras este recuerdo
Y me dices que ese hombre,
Triste, enfermizamente tierno,
A veces, imagina otro futuro,
Aunque su castigo sea eterno.

Parpadea ese hombre
Y ya su mundo es otro.
No queda nada de ese pueblo
Se te acerca y tú sonríes,
Tú que lo sabes todo.

Eres pequeña y fuerte
Como una nuez indestructible.
Bien sabes también
Que este momento
En el que los labios se cruzan
Se deshacen ya en el olvido.

Te entregas con una sonrisa
Como una flor que se deshace,
Te entregas limpia y blanca y sonriente
Como esas sacerdotisas ilusionadas
Que decidían el día y la hora
Para inmolarse.

Reino



EL SOL NO SE PONE EN ESTE REINO

Un monarca deambulaba por su intrincado palacio. La corona bien sujeta con la mano derecha. Recorría los pasillos lúgubres, abría los portones gigantescos, casi sin límites en su ascensión a un techo que nunca se veía. Gemían los goznes, se levantaba un polvo centenario. Con la lámpara de aceite, torpemente asida en su mano izquierda, iluminaba esos nuevos territorios que él nunca había pisado. El palacio parece no tener una frontera final—se decía, mascullaba contrariado por no tener ni siquiera de su palacio una cifra exacta de su tamaño.
—No puedo conocer cuántas habitaciones conforma esta prisión en la que he vivido desde niño. ¿Cómo voy a reinar en un reino que no conozco?
Alguien le advirtió: otro más temerario se propuso recorrer su reino hasta el último confín, así lo consigna un tal Buzzati. Pero pasaron los años, las décadas, y ese monarca no encontró el territorio final.
El monarca comprendió y decidió empequeñecer su reino. Tapió puertas y ventanas en su palacio. Ordenó establecer un censo de cuantas habitaciones, covachuelas, cuchitriles, etc., inhabitados había en su reino. Luego, dispuso tapiarlos o destruirlos.
Algún edecán arriesgado preguntó el porqué de tal decisión: cuantos menos huecos y zonas en penumbras haya, mejor. Por ellos se cuelan los enemigos del reino, los que pretenden destruirnos—el rey respondió en voz baja. El consejo real (caballeros aplastados bajo el peso de pomposas pelucas y estucados por polvo de arroz) debatió en susurro. Afirmaban: su majestad tiene razón. Pero las miradas que se habían cruzado (de soslayo, aviesas, malintencionadas) dudaban de la cordura del nuevo monarca. Luego, en los gabinetes, en las salas solitarias, en los pasadizos secretos y caballerizas, en los mil recovecos que surgían en los más inesperados rincones de palacio, comentarían entre susurro: el mal de la dinastía ya se presenta en el joven monarca. Habrá que tomar decisiones pronto. La monarquía ha de continuar, pero el monarca debe creer que su cetro gobierna en cada momento cada uno de los centímetros de su reino.

Así surgió la gran tramoya en la que nosotros vivimos aún. A veces es posible distinguir algunos flecos, algún descosido o roto (ya el escenario está viejo y apolillado. A menudo se deshace en pelusas que alimentan a los ratones de palacio). Se ilumina con lámparas enormes de aceite y brea (nadie podrá discutir la inventiva de los ingenieros reales). Los ríos, fuentes y manantiales bajan desde los áticos de palacio. Cuando es necesario llueve. Ventea (tifones incluidos) por el movimiento rotatorio de molinos que recuas de mulos mueven en grandes sótanos construidos (en secreto) bajo las salas reales.

Los cartógrafos reales presentaron los mapas: límites precisos tras los cuales sólo las tinieblas y lo muertos deambulan. Una vez superados un puerto, las playas, el mar y la vastedad de ciertos océanos (cartografiado con precisión hasta el más mínimo atolón) al rey se le explica que la nada es lo que hay más allá y que ningún viajero volvió de aquella frontera. Sería insensato enviar a más exploradores, nadie en su sano juicio querría emprender esa aventura.

Los que permanecemos aquí bien que sabemos que todo esto es una falacia (hay un mundo redondo como una naranja, mundo cruel en el que proliferan terremotos, pestes, traiciones, guerras) pero nos hemos acostumbrado a la tranquilidad de esta confortable madriguera. No queremos asomar la cabeza por esos ventanales que se abren detrás de toda esta farsa, no queremos salir de este mundo que tan bien rige nuestro monarca. Algunos de nosotros afirma que aquel mundo más grande ya no existe, se ha desvanecido (lo vieron desvanecerse en los armarios, en el interior de los grandes muebles, eso dicen, los ilusos) y así se sienten más tranquilos, sorben su sopa de nabo todas las noches casi exhaustos por la dura jornada de trabajo.