EL SOL NO SE PONE EN ESTE REINO
Un monarca deambulaba por su intrincado palacio. La corona bien sujeta con la mano derecha. Recorría los pasillos lúgubres, abría los portones gigantescos, casi sin límites en su ascensión a un techo que nunca se veía. Gemían los goznes, se levantaba un polvo centenario. Con la lámpara de aceite, torpemente asida en su mano izquierda, iluminaba esos nuevos territorios que él nunca había pisado. El palacio parece no tener una frontera final—se decía, mascullaba contrariado por no tener ni siquiera de su palacio una cifra exacta de su tamaño.
—No puedo conocer cuántas habitaciones conforma esta prisión en la que he vivido desde niño. ¿Cómo voy a reinar en un reino que no conozco?
Alguien le advirtió: otro más temerario se propuso recorrer su reino hasta el último confín, así lo consigna un tal Buzzati. Pero pasaron los años, las décadas, y ese monarca no encontró el territorio final.
El monarca comprendió y decidió empequeñecer su reino. Tapió puertas y ventanas en su palacio. Ordenó establecer un censo de cuantas habitaciones, covachuelas, cuchitriles, etc., inhabitados había en su reino. Luego, dispuso tapiarlos o destruirlos.
Algún edecán arriesgado preguntó el porqué de tal decisión: cuantos menos huecos y zonas en penumbras haya, mejor. Por ellos se cuelan los enemigos del reino, los que pretenden destruirnos—el rey respondió en voz baja. El consejo real (caballeros aplastados bajo el peso de pomposas pelucas y estucados por polvo de arroz) debatió en susurro. Afirmaban: su majestad tiene razón. Pero las miradas que se habían cruzado (de soslayo, aviesas, malintencionadas) dudaban de la cordura del nuevo monarca. Luego, en los gabinetes, en las salas solitarias, en los pasadizos secretos y caballerizas, en los mil recovecos que surgían en los más inesperados rincones de palacio, comentarían entre susurro: el mal de la dinastía ya se presenta en el joven monarca. Habrá que tomar decisiones pronto. La monarquía ha de continuar, pero el monarca debe creer que su cetro gobierna en cada momento cada uno de los centímetros de su reino.
Así surgió la gran tramoya en la que nosotros vivimos aún. A veces es posible distinguir algunos flecos, algún descosido o roto (ya el escenario está viejo y apolillado. A menudo se deshace en pelusas que alimentan a los ratones de palacio). Se ilumina con lámparas enormes de aceite y brea (nadie podrá discutir la inventiva de los ingenieros reales). Los ríos, fuentes y manantiales bajan desde los áticos de palacio. Cuando es necesario llueve. Ventea (tifones incluidos) por el movimiento rotatorio de molinos que recuas de mulos mueven en grandes sótanos construidos (en secreto) bajo las salas reales.
Los cartógrafos reales presentaron los mapas: límites precisos tras los cuales sólo las tinieblas y lo muertos deambulan. Una vez superados un puerto, las playas, el mar y la vastedad de ciertos océanos (cartografiado con precisión hasta el más mínimo atolón) al rey se le explica que la nada es lo que hay más allá y que ningún viajero volvió de aquella frontera. Sería insensato enviar a más exploradores, nadie en su sano juicio querría emprender esa aventura.
Los que permanecemos aquí bien que sabemos que todo esto es una falacia (hay un mundo redondo como una naranja, mundo cruel en el que proliferan terremotos, pestes, traiciones, guerras) pero nos hemos acostumbrado a la tranquilidad de esta confortable madriguera. No queremos asomar la cabeza por esos ventanales que se abren detrás de toda esta farsa, no queremos salir de este mundo que tan bien rige nuestro monarca. Algunos de nosotros afirma que aquel mundo más grande ya no existe, se ha desvanecido (lo vieron desvanecerse en los armarios, en el interior de los grandes muebles, eso dicen, los ilusos) y así se sienten más tranquilos, sorben su sopa de nabo todas las noches casi exhaustos por la dura jornada de trabajo.
Un monarca deambulaba por su intrincado palacio. La corona bien sujeta con la mano derecha. Recorría los pasillos lúgubres, abría los portones gigantescos, casi sin límites en su ascensión a un techo que nunca se veía. Gemían los goznes, se levantaba un polvo centenario. Con la lámpara de aceite, torpemente asida en su mano izquierda, iluminaba esos nuevos territorios que él nunca había pisado. El palacio parece no tener una frontera final—se decía, mascullaba contrariado por no tener ni siquiera de su palacio una cifra exacta de su tamaño.
—No puedo conocer cuántas habitaciones conforma esta prisión en la que he vivido desde niño. ¿Cómo voy a reinar en un reino que no conozco?
Alguien le advirtió: otro más temerario se propuso recorrer su reino hasta el último confín, así lo consigna un tal Buzzati. Pero pasaron los años, las décadas, y ese monarca no encontró el territorio final.
El monarca comprendió y decidió empequeñecer su reino. Tapió puertas y ventanas en su palacio. Ordenó establecer un censo de cuantas habitaciones, covachuelas, cuchitriles, etc., inhabitados había en su reino. Luego, dispuso tapiarlos o destruirlos.
Algún edecán arriesgado preguntó el porqué de tal decisión: cuantos menos huecos y zonas en penumbras haya, mejor. Por ellos se cuelan los enemigos del reino, los que pretenden destruirnos—el rey respondió en voz baja. El consejo real (caballeros aplastados bajo el peso de pomposas pelucas y estucados por polvo de arroz) debatió en susurro. Afirmaban: su majestad tiene razón. Pero las miradas que se habían cruzado (de soslayo, aviesas, malintencionadas) dudaban de la cordura del nuevo monarca. Luego, en los gabinetes, en las salas solitarias, en los pasadizos secretos y caballerizas, en los mil recovecos que surgían en los más inesperados rincones de palacio, comentarían entre susurro: el mal de la dinastía ya se presenta en el joven monarca. Habrá que tomar decisiones pronto. La monarquía ha de continuar, pero el monarca debe creer que su cetro gobierna en cada momento cada uno de los centímetros de su reino.
Así surgió la gran tramoya en la que nosotros vivimos aún. A veces es posible distinguir algunos flecos, algún descosido o roto (ya el escenario está viejo y apolillado. A menudo se deshace en pelusas que alimentan a los ratones de palacio). Se ilumina con lámparas enormes de aceite y brea (nadie podrá discutir la inventiva de los ingenieros reales). Los ríos, fuentes y manantiales bajan desde los áticos de palacio. Cuando es necesario llueve. Ventea (tifones incluidos) por el movimiento rotatorio de molinos que recuas de mulos mueven en grandes sótanos construidos (en secreto) bajo las salas reales.
Los cartógrafos reales presentaron los mapas: límites precisos tras los cuales sólo las tinieblas y lo muertos deambulan. Una vez superados un puerto, las playas, el mar y la vastedad de ciertos océanos (cartografiado con precisión hasta el más mínimo atolón) al rey se le explica que la nada es lo que hay más allá y que ningún viajero volvió de aquella frontera. Sería insensato enviar a más exploradores, nadie en su sano juicio querría emprender esa aventura.
Los que permanecemos aquí bien que sabemos que todo esto es una falacia (hay un mundo redondo como una naranja, mundo cruel en el que proliferan terremotos, pestes, traiciones, guerras) pero nos hemos acostumbrado a la tranquilidad de esta confortable madriguera. No queremos asomar la cabeza por esos ventanales que se abren detrás de toda esta farsa, no queremos salir de este mundo que tan bien rige nuestro monarca. Algunos de nosotros afirma que aquel mundo más grande ya no existe, se ha desvanecido (lo vieron desvanecerse en los armarios, en el interior de los grandes muebles, eso dicen, los ilusos) y así se sienten más tranquilos, sorben su sopa de nabo todas las noches casi exhaustos por la dura jornada de trabajo.
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