martes, 17 de noviembre de 2009

Perdón


Perdón

Desembarcamos; y el capitán, de rodillas, bautizó aquellas tierras en nombre de su Majestad.
El padre Izaola celebró una misa en cuyo sermón nos reprendió afirmando que teníamos mucho que agradecer al Supremo: sólo unos pocos habíamos sobrevivido a tan duro viaje. Más tarde, violamos y matamos. Destruimos aquella aldea. En la playa se amontonó el exiguo botín.
Dormitábamos bajo la luna llena, jadeantes como lobos, cuando alguien dio la alarma.
De la oscuridad surgió el padre Izaola. Se golpeaba el pecho con los puños.
-¡Perdón, perdón, Dios mío!- repetía. De su hocico chorreaba espuma y sangre.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

SÓLO FUE UN ESPEJISMO




Nosotros apenas ya si hablamos,
Quizá sean más diáfanos los gruñidos.
Oscuras caminan las huestes por las calles,
Oscuras como ogros que no hallan sus hilos
En este laberinto no consumado,
Tal vez hogar, tal vez fuego
O paraíso.

Porque hemos extraviado
El rostro antiguo
Y somos sombras que esperan
Un nuevo error, la piedra siguiente
De este castillo, sin puertas, ni ventanas.

Buscábamos el preciso milagro
De flores enraizadas en el aire.
Una atmósfera azulada y festera,
Quieta, indeformable,
Como la de una verbena,
O una isla donde la fiesta acaba mañana
Y aún queda tiempo
Para bucear y dormirse,
Engendrarse en unos ojos irrepetibles
Y fugaces como
Esa arena que acaricia sólo un segundo
La ola que se deshace.

Porque allí había un ángel azulado,
O un héroe, sin duda,
En esa esquina del universo,
Precaria, diminuta, a punto de extinguirse.
Pero sus manos, a propósito,
Hubieran alzado las estrellas taciturnas.
Hubieran construido mil pirámides,
Mil acueductos, mil bibliotecas de recuerdos.
Una choza efímera, tierna y vulnerable
En la efímera memoria de los huesos.

La luz del atardecer habría petrificado
El grano del tiempo.
Hubieran surgido los codos conociéndose,
Las manos enlazándose,
Los cuerpos rompiéndose
Para unir los océanos,
Esas temblorosas corrientes,
Pequeñas como amebas
Que, a ciegas, se dispersan y chocan,
Juguetean tímidamente,
Con cierto temor a diluirse
Para siempre.

Una cajita con minúsculas amapolas
Que se habrían convertido en galaxias
Es la ofrenda de este héroe.

Y por sólo unos días:
Qué maquinaria tan perfecta,
Qué sentido al mudo espejo,
A la esfera fría, ausente.


Queda, no obstante, al final,
Un reflejo diamantinamente
Negro, espeso, imperturbable.
Las casas se han cerrado a sus quicios,
Se eliminan los alféizares.
Surge el verdadero sintagma indestructible,
La misma línea de puntos repetidos,
Y persistentes.

Sólo fue un espejismo.

En algún universo paralelo
Levanto tu rostro,
Beso tus labios,
Y el sol se reclina y nos bendice.


SÓLO FUE UN ESPEJISMO

jueves, 27 de agosto de 2009

LUZ DE AGOSTO





LUZ DE AGOSTO

A cierta hora de la tarde,
La luz de agosto se sosiega
Como peregrinos exhaustos que esperaran
Arribar a un nuevo continente
Surgido en la niebla.

Pero no es luz crepuscular,
Ni siquiera proviene
De las brumas épicas que en los libros
Los héroes surcan en barcazas.

Luz de agosto aferrada a la tersura blanca de los muros,
Alumbras de los vivos los papeles
Clavados en el corcho
Del panel escolar.
Y estos papeles de otros días,
Otras semanas y otros meses,
Se arrugan ya como hojas secas
Nutriendo el suelo de un bosque
Donde en su humus incesante
Las esperanzas proliferan.

Todavía atrás el recuerdo concretiza
Ese bosque de jirones:
Manos hermosas que fijaron
La urgencia de unos días
De los que sólo quedan en los rincones
Cierto rumor de voces olvidadas.

Escuchad, por tanto, el griterío,
Los suspiros, el aliento de los vivos,
La esperanza y el esfuerzo,
Las risas, el cansancio,
El estudio y su olor salvador
A café de máquina.

Añadía ésta
En la penumbra del pasillo
Ansiedad y premura
Porque la arena sin descanso caía
Por el infatigable orificio
De la tarde.

Ahora, la luz de agosto se detiene,
Por fin, en una foto,
Ilusamente atrapado el latido
De esta jornada inconsistente.

Pasarán los siglos imperturbables,
Las eras, las galaxias,
También un electrón a la deriva
En un universo fláccido y muerto.

Pero nosotros permaneceremos como arañas
De extraños materiales indestructibles,
Bajo la roca
Luminosa de este agosto
O en sus entrañas
Sin fechas, ni relojes.

El tiempo sólo pasa y acaricia
La inútil candidez de nuestra lucha,
Blanda y débil,
Apenas resistente
Como un fino papel transparente
Al que se acerca una lámpara o un volcán.

O el calor de trillones de cuerpos, ya extinguidos,
Convertidos en lumbre, en una brasa enana,
Colgando en el cielo de la noche,
Por encima de las estrellas y de sus leyes.

Y por encima del designio cruel
De esa oscuridad primordial
Que a nosotros nos corresponde
Por derecho propio.

martes, 25 de agosto de 2009

FALTA DE CONCENTRACIÓN PERMANENTE


FALTA DE CONCENTRACIÓN PERMANENTE

Si llegara la profesora con el pelo verde y la expresión de una manzanita todavía sin madurar. Si llegara con el pelo verde: acaso los marcianos han emprendido la conquista de este planeta y—recordémoslo—los marcianos son verdes por no se sabe qué mecanismo de su metabolismo que difiere del de los humanos. Acaso los marcianos han decidido que tu profesora, cuya cabellera verde te podría recordar un campo vertical de fútbol, sea el primer humano en sufrir la metamorfosis final, la que nos convertirá en vegetales, lechugas andantes, espárragos airosos, acelgas con tacones, puerros tristones y en chándal, altos ejecutivos que son, sin más, pepinos libidinosos, niña col de Bruselas, insignificante, con ese gorrito de lana.
Después de la metamorfosis, el mundo es una gran marmita con la que preparar la sopa. Los ingredientes somos nosotros (ahora, ya convertidos en vegetales, nos pasamos las horas al sol, como las lagartijas, porque el sol nos alimenta directamente, ya sabéis todos la explicación de la fotosíntesis) y los comensales llegarán masivamente en sus platillos volantes dispuestos a sorber y devorar sus cremas de verduras.
Si la profesora llegara un día con el pelo verde sería como uno de esos sauces llorones que en el parque sirven como libros para las palabras de amor de cuantos estudiáis en este instituto: Pedro y Paloma, se querrán para siempre. Otras inscripciones intolerables, políticamente incorrectas, dice la profesora: Písame el corazón y la ó ya es un corazón grabado y la tilde una flecha malintencionada de Cupido.
Uno de esos sauces llorones: en su espesura, entre lágrimas verdes y agitadas por el viento, escondidos los dos como nuevos Adán y Eva, declaraste tu amor a esa chica que este año se ha mudado a Alicante por aquello de la crisis global que ha herido mortalmente a tu ciudad desde hace tres mil años.
Ella había encontrado una seta, eso decía, al venir a clase, ayer por la mañana. Os agachasteis los dos al mismo tiempo, la seta no era tal sino el tapón de plástico de un zumo de manzana. Se reía cuando tus labios chocaron con sus dientes. Te lastimaste, tus labios sangraban, y ella, a carcajadas, te golpeó la frente: gilipollas, por poco me metes la nariz en la boca.
Si llegara la profesora con el pelo verde, podríais comenzar un debate, una discusión de esas que terminan siempre con reseñas de cómics y mangas japoneses. O con la narración sincopada de alguna película de terror (toneladas de vísceras de animales que surgen de la barriga abierta de un mayordomo)
Pero llega ella, recién aprobadas las oposiciones. Y viene con su pelo con forma de casco de acero negro. El rostro impoluto por aquello de los potingues nocturnos, con irisaciones verdeazuladas, tornasoladas casi fosforescentes. Trae debajo del brazo los exámenes y, después de algunos rodeos, algunas advertencias, algunos objetivos de clase programados para la sesión escolar de hoy, lee los resultados de los exámenes, te endilga, de pasada, un suspenso y el mundo continúa en su eje.
Si ella llegara con el pelo verde, seguro que en el mundo habría más poesía y gente como tú se ganaría la vida auscultando nubes. O explorando las praderas cítricas de la luna de Valencia. O babeando como un caracol en una agradable pradera de las tierras de Babia.

jueves, 23 de julio de 2009

RECOLECTORAS DE TÉ


RECOLECTORAS DE TÉ

Vomitas una pradera de estrellas verdes.
Se expanden como bordas de barcos tibios.
Bandadas de mujeres se afanan en los campos.
Azul es la mañana y azules son las tierras.
Son legiones estas mujeres
Y diamantes azules sus destinos.

Una naranja alumbra las gargantas,
Vulnerables y agotadas como estatuas.
Esperanzado es el corazón que late en tantos pechos,
El sacrificio por los hijos fue supremo en esta vida.
Entregaron los tendones. Entregaron madrugadas
Sin luceros que, azules, alumbraran las praderas.

El té es ufano en los mercados que otros disponen en palacios
Construidos con las carnes de esas manos de juguete
Que los más pequeños endurecen en las matas ya crecidas.

Las espaldas se comban para siempre sobre la tierra adormecida.
Eterno es el infierno de los mansos.
Té medular de las horas
Minúsculas manos lo recogen.



lunes, 8 de junio de 2009

PARAÍSO




PARAÍSO

Como en los últimos veinte años, quizás treinta o cuarenta, los calendarios han desaparecido de esta casa hace mucho tiempo. Algunas viejas estampas (un corazón de Jesús que ha perdido los colores y sólo parece un billete sepia; unos coches de otro tiempo en fotografías bien recortadas y que no pertenecen a la colección de ningún antiguo niño, porque en esta casa no ha habido, ni habrá ningún niño nunca; otras fotos de caballos, rollizos en aquel momento lejano, pero cuyos huesos actuales ni siquiera estarán en los vertederos). Algunas viejas estampas cuelgan de las paredes, y otras están superpuestas, clavadas en la misma alcayata, detrás de la puerta de la cocina.
Y, encima de las estampas, resalta la herradura (la encontró el padre. Volvía sobre la bestia, cerca del río. No la vio, escuchó su canto protector. Se acercó. Se agachó y rebuscó entre las adelfas. Luego, cuando llegó a casa y metió las mulas en la cuadra, la sacó del zurrón y se la ofreció a ella:
—Me cantaba desde la orilla del río—ella la alzó y se la metió en la boca. El padre dijo:
—La colgaremos detrás del portón para que nos proteja.)

—Nos iremos, pero ella seguirá detrás de esa puerta—musita hoy la mujer. Ya han pasado muchos años, casi no recuerda la cara de su padre. Se sienta en el sitio de siempre. Un día le preguntó a su padre:
— ¿Quién puso esta piedra tan grande aquí?—estaban en la puerta. Al lado sobresalía la piedra cuadrada, enorme y pulida y que parecía blanda como el dulce de membrillo.
—Siempre ha estado aquí—le respondió mientras acarreaba la silla de montar.
Ahora la mujer es una anciana, aunque sus rizos siguen luciendo el color negro que a todos encandila. Si se descuida da una cabezada: su cabeza se cae en dirección al pecho, pero apenas unos segundos.
Entonces, siente una gran fuerza que le reduce los brazos y las piernas. Y que le quita el cansancio. La cabeza, casi siempre una esponja medio aturdida, recibe una sangre fría, torrencial, que dilata sus ojos. Y eso ocurre otras veces, muchas veces. Hoy también. Se mira las manos y es otra vez niña y sus piernas cuelgan. Sus pies, desnudo como siempre, están deformados por la mugre.
Luego, se despierta un segundo y vuelve el cansancio. Pero, enseguida, su cabeza se desploma y busca el pecho. Ahora se siente joven: el cuello esbelto con ese remate de rizos que parece una de esas negras casi desnudas de las películas de Tarzán.
La mujer lleva las mismas medias negras de siempre. Y sus alpargatas, que parecen de antes de la guerra. Todos los días se pone la falda negra y encima el batín azul, desgastado. Al caer la tarde la mujer saca su manojo de llaves oxidadas, abre la puerta y se retira.
En la oscuridad de la casa (apenas unos metros, de un solo piso y cuyo dintel de entrada, una viga de madera acribillada por clavos, aún conserva una inscripción en una lengua misteriosa y el grabado de un sol que ella, siendo niña, contemplaba durante horas) la mujer da sólo dos o tres pasos y enseguida está en la puerta del corral.
Los aperos del campo, que habían utilizado durante años en su familia, siguen apoyados contra el muro, herrumbrosos y agotados. En el lado derecho, las cuadras están vacías y oscuras. Los pesebres están ocupados por cachivaches y maletas de cartón. El jazmín frondoso de cuando vivía su madre, se ha quedado en un tronco negro, sin ramas verdes, ni flores. Debajo, en una parte del muro que la copa del jazmín ocultó durante años, está el secreto de aquella casa: una puertecita que había abierto sólo tres veces en su vida.
La primera vez, el mismo día que descubrió la puertecita, cayeron algunas hojas secas del jazmín. La cerradura chirrió como si se abriera un cofre antiguo. Echó un vistazo y vio un campo de agua, un campo inmenso sobre el que se deslizaba un barco atenazado por un animal de monstruosos tentáculos. Cerró inmediatamente.
Años más tarde, la segunda vez, vivía sola. La cerradura chirrió de nuevo: el mar había desaparecido. Vio un campo donde el fuego quemaba chozas y cuerpos de moribundos.
La tercera vez, siendo ya una anciana, la puertecita comunicaba con un territorio montañoso cubierto de árboles.
Cuando mataron a su padre, se quedó sola en la casa. Recogió las cosas que él había dejado detrás de la puerta, el bastón, la gorra y el abrigo, y los metió en el arca. Todavía era una niña y para cocinar se subía en una banqueta.
Al poco tiempo, aparecieron unos automóviles tan grandes como el monstruo que había visto tras la puertecita del corral y unos señores vestidos de negro descendieron, entraron en la casa y husmearon por todos los rincones como si buscaran algo. Sacaron unos libros y los metieron en el coche. Midieron la casa. Dibujaron unos planos. Ella permaneció afuera, sentada en la piedra. Los vecinos del pueblo habían desaparecido, ni siquiera acechaban detrás de las puertas. Cuando salieron escuchó que uno decía: No se puede aprovechar nada. Arrancaron los coches y se fueron.


Al poco tiempo, llegaron unas mujeres. Eran altas y con peinados que parecían rocas. Todas vestían la misma ropa color azul. Una ordenó:
—Recoge tus cosas que nos vamos—ella no preguntó. La señora que la miraba llevaba sobre sus hombros un abrigo que parecía la piel de un animal gigante. Las otras rastrearon la casa. Al final, en la puerta, debajo del grabado del sol, se hicieron una foto junto a ella. Se había puesto las alpargatas y su mejor vestido. Llevaba un hatillo que había hecho con un mantel. Una de ellas le acarició los rizos, pero no como había hecho durante tanto tiempo su padre con el perro de aguas, sino como si su cabello fuera un revoltillo que había que adecentar.

Cruzaron las montañas del pueblo. Pasaron el río, seco también por aquella parte. Pasaron campos que ella nunca había visto. Vio al tío Juan de Dios, seguro que se perdería, pensó, tan lejos del pueblo. Y, después, en una carretera más ancha, ya no reconoció la tierra: no había montañas, los árboles eran otros, había casas bajas y depósitos grandes, camiones y campos interminables de girasoles.
—Quiero volver a mi casa—musitó, primero. Luego gritó tanto que el automóvil paró y la ataron con unas correas blancas.
Recordó esto la mujer; pero sólo esto otra vez, como todos los días desde entonces. No quiso recordar, en cambio, ni el internado, ni los pasillos, ni las otras niñas, malvadas o enfermas. Se volvió muda y casi invisible. Al final alguien dijo:
—Esta criatura es medio subnormal.
Se sienta la mujer en la piedra, una vez más, y mira sus piernas hinchadas. Come un trozo de pan mojado en aceite. Lo chupa porque hace tiempo que perdió los dientes. Se levanta y mira el dintel. El sol del grabado la mira como sonriéndole. Entra en la casa, llena un cubo de hojalata. Va al corral. El jazmín parece que quiere arrancar porque tiene algunos brotes verdes. Los aperos siguen en su sitio, oxidados y dando cobijo a telarañas y lagartijas.
Se saca la llave de su bolsillo y abre la puertecita. Mira el paisaje: no hay barcos, ni monstruos, ni muertos. No hay montañas. Sólo a lo lejos ve una casa, grande y de cuya chimenea sale humo. Sabe que allí vive mucha gente, acaso su madre y su padre y otros familiares que no conoce, y que cantan y hablan y cuentan historias. La están esperando para la cena: la sopa y el migote regado con aceite. La mujer nos sabe si su cuerpo cabrá por aquella puerta tan pequeña. Se arrastra y entra. Atrás queda el corral de la casa y la piedra en la puerta, cuadrada y pulida y que parece blanda como el dulce de membrillo.


lunes, 25 de mayo de 2009

SIERRA DE SAN CRISTÓBAL, GRAZALEMA





A la aurora
Le entregamos estas casas,
Los quicios nos hablan
Con aromas de autobuses.

Y brotan a nuestro paso
Relojes de sol y la persistencia
De los manantiales.

La mañana se entretiene
Entre los pinos achacosos.
Hay filos como estrellas
Azules en los jazmines.

Zumba la espesa mañana
De agosto y las tejas
Ya comulgan con la cal
Y la hierbabuena.

Será la noche quien restituya
Las salamanquesas, y los niños,
Ahora en tribus de cazadores,
Sean ventisca para el pueblo.

Las nubes al San Cristóbal atenazan,
Montaña que esboza una sola curva
Quebrada de recuerdos.




TRONCOS EN UN CALLEJÓN DE PUEBLO





TRONCOS DEL CALLEJÓN DE UN PUEBLO

Dime que no somos sombras.
Habrías de conocer a todo aquel rebaño
De inocentes bienaventurados
Como tú.

Qué podríamos darte
Si somos como esos troncos abandonados
En los yermos callejones
Donde se acaban los pueblos.


Alguna vez vino una orquesta
Alguna vez se abrió la puerta de un garaje,
Los nidos de las golondrinas
Cuelgan, vacíos y sucios,
Mordiendo las cornisas.

Dime que no somos sombras.
Tú que eres buena y acaso eres
La maestra.
Alguna vez viniste en coche,
Diste marcha atrás,
Aplastaste toda esta hierba
Que nunca ha ardido.
¿Adónde te fuiste o también las mariposas
Han surgido de tus cuevas y tus lagos?

Dime que no somos sombras.
Y pega tus orejas
Al vientre de estos muros.
Acaso escuches una escuela,
Un zumbido de oraciones
En las aulas alicatadas
De mariposas ciegas
Y de voces grises.

Comprende a estos nómadas deshechos
En la cal eterna
De los viejos cementerios.

Por las ventanas de una casa
Puedes ver unos visillos.
Una casa vacía hace tiempo,
Unas habitaciones que todavía pregonan
Las migajas mansurronas
De vidas anteriores.

Las vidas que pasaron
Y sólo tuvieron manos
Resistentes y ásperas
Ásperas y resignadas
Envejecidas y mudas
Mudas y resistentes
Como troncos
Abandonados en un callejón
De pueblo.

martes, 31 de marzo de 2009

NÁYADE


Volaba en helicóptero alejándose de la aldea de su infancia. Iba rígida, apuntando números en una agenda.
—Señora ministra, ¿Se encuentra bien?
El asesor se sentó a su lado y la sacó, por fin, del recuerdo de aquel viaje: en la orilla del Río del Olvido, cerca de la casa de su abuelo, un médico ataviado con ropas de safari daba inútilmente una medicina azul a unas criaturas escamosas, todas enfermas, que deliraban en la ribera.
—No somos peces—intentaba gritar una de ellas. Llevaban unas largas melenas que cubrían sus cuerpos blancuzcos, casi traslúcidos.
—Queremos que venga, la esperamos en la poza de siempre. Ella sí nos puede curar—la criatura agitaba una cola desgastada y fofa. Su rostro era el de una anciana desdentada.
—Yaya—Susurró la ministra en la espesura. Se había escondido con los miembros de su equipo. Hacía más de diez años que no pisaba las tierras en las que había transcurrido su infancia.
—Es algo extraordinario—murmuró alguien. Los asesores grababan la escena con los móviles.
—Señora ministra, tenemos que salir ahora mismo. El helicóptero espera en el llano—el copiloto parecía una hormiga de metal. El casco blanco refulgía con los rayos que bajaban de entre las hojas de las encinas.

Luego, cruzaron el pueblo abandonado. Casi en volandas, apenas vio lo que quedaba de su infancia: vigas achicharradas por el sol y el viento del verano, algunas viudas de negro, la chatarra de un proyector de cine en la que fue la escuela rural, donde ella aprendió a leer.

El corazón le latía al compás del motor del helicóptero. Subió, se acomodó y alguien le pasó una carpeta gruesa, con cientos de informes.

—¿Me escucha? ¿Se encuentra bien?—El asesor le dio un vaso de plástico con café. Ella lo cogió con manos temblorosas. Miró de reojo por la ventanilla. Todavía sobrevolaban la orilla del río. Al fondo se distinguía, sobre la loma descarnada, la casona del abuelo, achaparrada, ruinosa.

—No tendremos presupuesto para construir el puente—susurró uno de sus asesores.
—Los de la comisión nos van a comer—dijo otro.
—No si nos los comemos nosotros primeros—atajó ella. Usó palabras de hierro para dar a entender que había vuelto al presente, que todo lo que habían visto en la orilla del río no le afectaba. Cerró la agenda y dio la espalda a la ventanilla. Con un nudo en la garganta, recordó a su abuelo cuando alegraba la vida de los seres escamosos tocando la trompeta.
Sonó un móvil. Se escuchaba la voz de uno de sus asesores hablando con su hijo pequeño.
—Papi te va a llevar una ballena tan pequeña que la podrás tener en un vaso de agua.
Hacia las tres, un asesor abrió la nevera y comenzó a repartir sándwiches. Iban bien empaquetados, plastificados casi. Los vasos de zumo y de agua mineral fueron pasando de mano en mano.
Ella bebió un sorbo de agua y mordió su sándwich vegetal. Las lágrimas caían por sus mejillas. El trozo de comida bailaba en su boca. Se había convertido en una bola de corcho amargo.
—No puedo, no puedo—susurró. Los asesores intercambiaron miradas. Ahora sobrevolaban las playas, lejos del interior y sus supersticiones. La civilización estaba a menos de media hora.
—Tenemos que volver—casi suplicó.
—Pero, señora ministra, nos espera el presidente a las cuatro.
—Que vuelva, por favor.

El asesor respiró hondo. Llevaba la corbata aflojada y, en la frente, el sudor había formado una película polvorienta. Miró a sus compañeros, todos tensos, temiendo lo que podría ocurrir.

—No la podemos dejar allí. Ya sabemos que usted convivió con esas criaturas mucho tiempo. Pero tiene responsabilidades. La están esperando otras personas que también la necesitan.
—Se van a morir si yo no estoy allí con ellas. Yaya, mi Yaya—las lágrimas agrandaban sus ojos. Los asesores estaban aturdidos. Miraban por las ventanillas, acariciaban sus portátiles, buscaban en sus bolsillos pañuelos de papel.
—Han estado desaparecidos más de treinta años, sabe dios en qué grutas, y ahora aparecen de pronto, enfermos y diezmados. Usted no es la responsable de ellos. Saben desenvolverse sin usted.
La ministra asió con fuerza la mano del asesor.
—Le prometo que mañana mismo enviamos a un equipo médico más grande. Ninguno de ellos se va a morir, se lo aseguro.


A las cuatro tuvo lugar la reunión con el presidente. A las seis se sentó un momento en uno de los sofás del palacio. Se quedó dormida y soñó que los seres escamosos se habían recuperado, que ya estaban bien y ocupaban sus antiguos hogares en el fondo del río. A las seis y media sus asesores la despertaron:
—Pasaremos por el ministerio y usted podrá recoger sus cosas. Creo que por hoy ya ha sido suficiente.
La ministra sonrió y se levantó. Iba muy contenta, casi eufórica. Tanto que dejó en el sofá la carpeta y el bolso y nadie se percató del descuido.
Entró en el auto blindado: saludó otra vez al chófer y a los guardaespaldas. Atrás, en otros autos se quedaron los asesores.
—Hoy ya hemos terminado—Sus ojos estaban hinchados, pero su cara parecía que había rejuvenecido con la siesta. Se acarició las pantorrillas y sonrió.
Los guardaespaldas se sobresaltaron cuando le miraron las piernas, pero ella negó con la cabeza sin dejar de sonreír. Uno le alargó un pañuelo.
—Le duele, señora ministra. ¿Quiere que pasemos por la clínica?
—En mi vida me había sentido mejor—se volvió a acariciar las piernas y secó la sangre que ya manchaba sus zapatos y la alfombrilla del coche. Ella les avisó:
—No vamos al ministerio.
—¿Adónde vamos, señora ministra?—preguntó el chófer.
—Llévame al puerto, más arriba del delta.
Ahora sonreía abiertamente. Se quitó la chaqueta negra y olió la mezcla de perfume y sudor que desprendía su cuerpo.
—Ustedes vuelvan al ministerio y díganle a todos que no se preocupen por mí.
La radio del coche sonó acatarrada y llena de interferencias. La voz de uno de los asesores se oía destemplada:
—¿Se puede saber adónde vamos? Este no es el camino al ministerio. La ministra miró la ventanilla y pudo, por primera vez en su vida, distinguir la zona del delta en la que se mezclaba el agua del río con el agua del mar. Al lado de sus pies, ya cubiertos de ásperas escamas celestes, yacían sus dos inútiles tacones negros.

viernes, 27 de marzo de 2009

La puerta



Muchas personas esperan que él abra una puerta. Es una multitud silenciosa que aparece tras una esquina o cuando las oficinas funcionan y se llenan los metros.
El constructor de puertas siempre intenta llegar a todos los rincones, allí donde sea posible encontrarse con un tabique o un muro (liso, compacto, con esa mudez que exaspera a la mayoría). Palpa la superficie, la acaricia y traza unas líneas incomprensibles. Sus ásperas manos de artesano se mueven con precisión: los gordezuelos dedos juguetean con el lápiz amarillo y tienden un hueco imaginario sobre el que, más tarde, surgirá una puerta y la posibilidad de acceder a otro mundo.

En los últimos meses el constructor de puertas parece triste. No es fácil aplicarse todos los días a la misma tarea, a los mismos movimientos. Y, luego, debe recoger sacas y más sacas de escombros. Cuando termina, contempla, con dudosa alegría, puertas todas iguales que otros abrirán.
Por eso, busca desde hace tiempo un permiso oficial de alguna oficina ( no le importa cuál) que le permita poder dedicarse a otro oficio. Está seguro de que nadie le echará de menos: hay y habrá cientos de constructores de puertas disponibles en el mundo.

Hoy llega a una ciudad de bloques iguales. Son edificio de acero y cristal negro, todos alineados en avenidas sin automóviles, ni viandantes.
A la puerta de uno de esos edificios aguardan un grupo de unas veinte personas. Están sentados en el suelo y, al ver al constructor de puertas, se levantan, se sacuden las espaldas y parece que cunde esa alegría propia del final de una espera. El constructor se acerca y todos lo siguen. Suben unas escaleras y recorren un pasillo largo, sin luces, pero en cuyo techo es posible aún distinguir cables y tubos retorcidos de distintos grosores. El pasillo se cierra en un tabique. Allí hay que abrir una puerta.
Al cabo de unas horas, todos los cálculos y el dibujo están listos. Los que esperaban hablan de sus cosas. Han formado corros, duermen despatarrados por el pasillo. Sólo uno de ellos será el elegido, pero todos tienen la misma esperanza, una y otra vez, durante meses, incluso años.
El constructor se pone los guantes y agarra el martillo. Es el momento de abrir la primera grieta. Se queda mirando sus propias líneas unos minutos y, sin saber el porqué, desiste, guarda el martillo en la caja de herramientas y decide escapar de allí.
Por el camino sortea a toda aquella gente, que no puede creer lo que pasa y protesta. Sale del edificio y ve las luces hirientes de la ciudad. Una bocanada de aire le hace mirar al cielo. La noche es oscura y la luna nueva deja un resquicio por el que se arrojan las estrellas.
Al día siguiente vuelve. No puede soportar la idea de que algunos aún esperen en el edificio. Pero no hay nadie. El edificio está vacío. Se acerca hasta el tabique y a golpes, como siempre, lo deshace sin salirse de las líneas que marcó el día anterior. Al otro lado, se entrevé un espacio en penumbra. Ajusta el marco de madera, extiende el cemento, atornilla las bisagras, la puerta, el pomo. A continuación pasa un abrillantador y contempla el resultado. La puerta, de nuevo, está ahí y él tiene una llave que otros deberían estar esperando con impaciencia.

Aguarda un rato, pero nadie viene. Recorre los pasillos, baja a la calle. Aquella puerta es para alguien, no se puede quedar cerrada.
Decide buscar a la gente del día anterior. Durante horas recorre la ciudad de un extremo a otro con esa intención. Al doblar una esquina reconoce al grupo que ayer esperaba su llegada. Les da la buena noticia:
-Ya puede entra alguno de ustedes, la puerta está lista- Sin embargo, la gente rehúsa:
- No gracias, amigo, ya es demasiado tarde. Sabemos lo que hay detrás y no nos gusta.
-Si, ¿Qué hay?- pregunta el constructor de puertas.
- Es demasiado anodino, sin emoción- responde un hombre trajeado, con aspecto de funcionario. Continúa- Como usted comprenderá, no vamos a cambiar de vida para aburrirnos todavía más.

El constructor de puertas regresa. Sube tembloroso por las escaleras. Prefiere demorarse en cada peldaño. Es la primera vez que vive una situación como esa.
Aquella puerta lo entristece de golpe.

No había nada extraordinario en ese pasillo. Algunas bombillas no funcionaban y se podía percibir ese olor característico de los hoteles cerrados. Introdujo la llave y giró el pomo.
“Es demasiado anodino, sin emoción” esas palabras aún resonaban en su memoria. La puerta se dejó llevar y suavemente se movió hacia el interior de la nueva estancia. No pensó más. Entró y cerró la puerta.

Al principio, le llamó la atención el olor a jazmín y medicinas ( un jarabe derramado). Enseguida, sus ojos se habituaron a la tenue luz del lugar. Veía un televisor con imágenes en blanco y negro y, cerca, a un hombre, de pelo largo y seboso, que llevaba una barba entrecana de varios días.
-Siéntate- le dijo.

Se oye un canario y movimientos en una habitación cercana. El constructor se sienta en un sofá granate desvencijado. Mira a su alrededor: en la pared de enfrente hay una santa cena antigua, retratos de antepasados, fotos de niños y, sobre todo, la sorprendente foto de una boda en la que el constructor cree reconocerse veinte años más joven.
El hombre se levanta. Lleva unas calzonas azules y unas chanclas de goma. No parece tener más de treinta años.
-Mamá, el Manolo ya está aquí- grita. El constructor de puertas siente la presencia de otra persona. Entra una mujer de pelo blanco y crespo que lleva unas gruesas gafas negras. La mujer arrastra los pies. En sus manos sostiene una cacerola roja.
-Niño ¿Vas a comer hoy aquí, no?-. La mujer habla con el constructor.
-José, pon el mantel- ordena sin mirar. Luego, besa al constructor y renqueando se pierde en la cocina. El otro hombre recoge el paño de croché que decora la mesa y lo deja caer en una de las sillas de enea. El constructor de puertas se levanta y se asoma a la cocina. La mujer busca en un armario celeste, revuelve en un cajón. Sus gafas se le deslizan hasta la punta de la nariz. Saca cucharas y tenedores y tres servilletas de tela.
-¿Cómo está Juani, niño?- le pregunta mientras se pone bien las gafas.
-Bien, bien- responde el constructor de puertas.
La mujer vuelve al salón y coloca los cubiertos. El constructor de puertas observa desde el quicio de la cocina. Mira sus piernas y descubre unas varices oscuras que tejen una red deshecha por las pantorrillas. El otro hombre se rasca la barba. Toda su atención está puesta en el televisor. Es la hora de las noticias
Se sientan los tres a comer. De fondo suena la voz rítmica de la presentadora del telediario, algún vecino que pasa por la calle, las cucharas contra los platos.
Cuando terminan, la mujer recoge todo. Hace calor en la habitación. Por la luz que se cuela desde la persiana parece un día de verano. El constructor de puertas se levanta y se dirige a la cocina. El otro hombre enciende un cigarrillo y se hurga con un palillo en los dientes. Ahora toda la casa huele a cocido y mondas de melón.
-¿Quiénes son ustedes?- pregunta el constructor. La mujer limpia los platos en una pila blanca. Está de espaldas, restregando con un estropajo. No contesta. Cuando termina, llena una cafetera y enciende el fuego. El constructor mira por el ventanuco de la cocina: se ve un patio de cemento con manchurrones alargados. Un perrillo dormita a la sombra. La mujer se vuelve y se seca las manos. Los ojos le grillan, reducidos, detrás de las gruesas gafas.
El constructor repite la pregunta durante años.


Desde ese día supo que tenía una familia (madre, hermano, esposa, hijas). Esa misma tarde, después de la siesta de los otros, volvió al tajo. Su hermano y él recorrieron una calle mal empedrada. Veía un horizonte montañoso. Se detuvieron delante de una vieja casa (apenas una fachada deforme con dos ventanas muy pequeñas). El hermano apoyó una escalera de madera y se subió al tejado. Él lo siguió. Anduvieron sobre las tejas. Luego, el hermano empezó a quitar las tejas y se las iba pasando a él, que las fue amontonando en la calle. Bajaba y subía las escaleras una y otra vez. Una vez que aparecieron las podridas tablas del techo, su hermano comenzó a arrancarlas.
Aquel día trabajó hasta la noche, cuando las farolas empezaron a encenderse. Entonces, regresó a su casa (ésa en la que dijeron que vivía pero que él no había pisado nunca). Su hermano lo acompañó hasta la puerta. Entró y conoció a su mujer y a sus hijas.

Ahora, con el paso de los años, puede recordar cada una de las arrugas que se fueron marcando en el rostro de su mujer. Se toca la barriga, que ha crecido últimamente, y se siente satisfecho andando por las calles de su pueblo. Cae de nuevo la tarde. Respira el aire frío de la sierra.
-Jacinto ¿Cómo está su mujer?- le pregunta a un vecino que está sentado en un escalón.
-Hoy parece que está mejorcita-
Se acerca a la casa de su madre. Entra y no hay nadie. Seguro que ha ido a comprar a la tienda de Alonso. Vagabundea por el salón. Se ha acostumbrado a aquellas paredes, a esas fotos en las que puede ver el transcurso de su vida. Pasa a la cocina. Revisa los grifos y la bombona del gas. Todo está bien. En el patio ya no está aquel perrillo. Permanece así, un rato mirando por el ventanuco. Lo envuelve el silencio de la casa vacía. De pronto, cruza la sala y se detiene enfrente de la puerta por la que entró el primer día. Es una puerta alejada de la salida de la casa y de la entrada a la cocina. Está pintada de gris claro. Nadie ha vuelto a abrirla desde su llegada. Se queda delante, emocionado, pensando en su familia, en esa gente del pueblo, que son sus amigos. Se sienta en el viejo sofá y estira las piernas. Mira de nuevo las fotos: retratos amarillentos que exhiben caras y peinados de otras épocas. En una está él vestido de soldado, el rostro descolorido y sin mirada. ¿Qué pasó en ese servicio militar que no vivió?. Sobre la cómoda se ordenan otras fotografías de distintos tamaños. Repasa las fotos de sus hijas recién nacidas; en otra reconoce a su hermano niño y se reconoce, también niño, aunque sabe que nunca tuvo una infancia en esa casa.
La foto más ostentosa ha atrapado una imagen del día de su boda. Llevaba un traje negro (que no ha podido encontrar en ningún ropero) y está repeinado y serio. Su mujer es casi una niña. Tiene el pelo largo, denso y negro: una melena que él no ha conocido y que en la imagen contrasta con el velo y los pliegues del traje nupcial.
Aquel fue sin duda el día más importante de su vida, pero él no lo vivió. Se esfuerza por aceptar todo aquel pasado de las fotos. Ese es el pasado que quiere y no el otro: una absurda sucesión de días en los que construye puertas y más puertas.
Se vuelve a levantar y se enfrenta al lugar por donde una vez accedió a esta vida. Gira el pomo de esa puerta y la abre. Un tufo antiguo de muebles y sábanas limpias le llega desde los rincones en penumbra. Adelanta un pie. No tiene miedo, pero está nervioso. Quiere acabar de una vez con sus viejos temores. Avanza, sigue avanzando y la luz se apaga. La puerta se cierra a sus espaldas, muy lentamente. Se queda paralizado. No intenta volver inmediatamente sobre sus pasos. Tiene que ser así, piensa.
Durante unos minutos todo está oscuro. Luego, sus ojos se acostumbran y empieza a distinguir el suelo, las paredes. Ahora sí recuerda. Reconoce la estancia desnuda, abandonada, como si nadie hubiera andado nunca por aquel lugar.
Entonces, decide volver. Sabe donde está su mundo. Quiere volver aunque su pasado esté ese pasillo perdido de un rascacielos. Abre de nuevo la puerta y entra. Tantea en la oscuridad. Está impaciente por encontrarse otra vez con su familia. Ha decidido que mañana hablará con el maestro; la más chica anda un poco atrasada en matemáticas.

Se asustó cuando olió la hierba fresca y la sintió en sus pies desnudos. No aparecía el salón de la casa de su madre. Se adentró en una niebla densa, impaciente, negando lo que presentía. Quería gritar que no, que eso no había podido pasar. Se miró los brazos desnudos, el torso también, las piernas. Su cuerpo estaba dibujado de líneas negras. En un cinto de piel llevaba un cuchillo y en el cuello un extraño amuleto.
La niebla se iba disipando poco a poco. Ahora ya podía ver que estaba en lo alto de una colina. El viento era frío, persistente; venía de un bosque. Se volvió para regresar a casa; seguro que la puerta aún permanecía a sus espaldas. Pero un guerrero sonriente se lo impidió. Cargaba con un sanguinolento ciervo.
-Ha sido una buena caza, hermano. Vamos, no esperan. Estarán todos hambrientos- Lo dijo en una lengua extraña, pero que el constructor de puertas comprendía. Tembloroso, levantó su lanza, aún manchada de sangre.
Descendieron por una húmeda ladera hacia una luz que chisporroteaba más allá. La tarde caía entre nubarrones. Unos niños, desnudos y ruidosos, se acercaron. Alrededor de la hoguera sólo podía ver ojos.

jueves, 26 de marzo de 2009

BUDISMO PARA OCCIDENTALES


Un europeo, budista con una cartera repleta de abigarradas visas, le recomendó a Alonso Pingüino que aplacara todo deseo para eliminar el sufrimiento.
Con meditación y estudio, tras haber superado el deseo, podrás romper la cadena de tus reencarnaciones. Alcanzarás el nirvana, el vacío cósmico. El problema de Occidente es la obsesión por el yo. El yo es el centro del universo para los europeos y en el yo está el origen de todos los conflictos y tragedias—terminó su discurso, pero Alonso Pingüino hacía rato que se había despeñado por su propio yo y había terminado por aceptar que nunca rompería su cadena de reencarnaciones, al menos en esta vida.
Alonso Pingüino pensó en que le gustaría mucho poder eliminar ciertos aspectos de su carácter. Quizá borrarse entero y reescribirse. Quizá dibujarse con otras formas, otros trazos, otros colores. Le cuenta esas ensoñaciones al europeo budista y éste le contesta que esos pensamientos son normales pero inútiles y que sólo generan sufrimiento.

CONQUISTA




De toda aquella sangre
A borbotones
Ya sólo nos quedan
Las piedras centenarias.

El cetro y la espada,
Achacosos y sin la cruz
Que los perdone,
Observan, absortos,
El horizonte atlántico
De prósperos oleajes
Sin retorno.

La sal se deshace
Sobre la roca ostionera.
La pólvora imperial se pudre
En los cementerios abisales.

“En el nombre de su Majestad”
Resuena en las casapuertas
Como un eco fantasmal
De tanto asalto.

Ni la memoria permanece
De esos verdugos barbados
Y rubios,
Ni de sus caballos
Que a los indios
Aterrorizaban.

Eldorado de la cruz y la avaricia
Se hundió hace ya mucho tiempo
Bajo los nidos de palomas
Que duermen en las torres.

No se alza Hércules,
No perdura el faro
Más famoso de Occidente.

En la playa, un hombre descalzo
Recoge la muerguera,
Ajeno a la historia de tanto
Arco y argamasa.

Los chiquillos gritan y saltan
Con sus cuerpos de gorriones
Permanentes.

Adusta la casa encierra
Su gloria de crímenes
Y exterminio.

Como una sombra
Blanca, helada, mortuoria,
Nos esconde sus espectros
Engolados y sus arcabuces.

Y en la calle ahora

Huele a potaje de garbanzos




miércoles, 25 de marzo de 2009

martes, 10 de febrero de 2009

HOMENAJE A DARWIN



Reaparece un hombre dado por muerto en 2002 (El País, martes, 4 de diciembre de 2007)
A las ocho de la mañana del 21 de marzo de 2002, John Darwin, un funcionario de prisiones de 51 años, salió al mar con su canoa frente a las costas de Seaton Carew, cerca de Hartlepool, al Este de Inglaterra (...) Con estudios de biología y química, dedicó 18 años a la enseñanza (...)


EL OTRO DARWIN


Los acontecimientos que paso a narrar a continuación sucedieron hace décadas. Recuerdo que John Darwin, el ángel, llegó a lomos de una ballena. Fue al atardecer. Un grumete distinguió en el horizonte una figura que nos pareció un náufrago a horcajadas de lo que creímos que era un enorme tronco. El Beagle se acercó: los hombres hacían apuestas y blasfemaban. ¿Qué barco se había hundido esta vez? ¿Cuántos cadáveres encontraríamos en esa ruta? ¿Por qué el capitán siempre atendía las peticiones de ese jovenzuelo que se pasaba el día destripando pájaros y dibujando cangrejos y que se empeñó en que variáramos nuestro rumbo?

Cuando estuvimos a escasos metros, los muchachos empezaron a gritar. Unos, de terror y, los más avispados, de júbilo. El náufrago venía sobre una de esas ballenas solitarias y esquivas que raras veces, se cruzaban en nuestro camino: “es cosa del diablo, sólo Jonás viajó en la ballena”, repetían los más supersticiosos. Un canadiense agarró un arpón: “Hoy comeremos carne fresca” vociferó. Algunos aullaron de alegría ante la posibilidad de variar nuestro parco almuerzo diario compuesto de carne de tortuga, carne seca, galletas y limones. Recuerdo que a mi se me hizo la boca agua.

Pero el capitán salió de las sombras y me susurró una orden tajante que, sin embargo, todos escuchamos a pesar de que su voz parecía el silbo espeluznante de una serpiente: “ suban a ese hombre y dejen a la ballena en paz. Al que incumpla mis órdenes lo cuelgo de los pulgares en el palo de mesana” El viejo llevaba la andrajosa levita negra de siempre con la que guerreó contra los barcos de Napoleón. Y esa siniestra Biblia de la que sacaba truculentos salmos con los que amedentrarnos cuando nos poníamos rebeldes.

Cuando el náufrago subió a cubierta todavía tuvimos tiempo de ver cómo la ballena se alejaba a toda prisa de nosotros. Juro por todos mis antepasados que nos sacaba la lengua y que luego se pudo oír algo que me pareció una carcajada.

El náufrago estaba aturdido. “Gracias, gracias por todo, mi canoa”, repetía. El oficial de guardia lo agarró de los hombros y lo sacudió: “Buen hombre ya está a salvo. Serénese y díganos en qué barco viajaba”. El náufrago se quedó boquiabierto y en silencio. Llevaba unos extraños calzones cortos de color escarlata y una especie de sayo negro en el que aparecía un tenebroso letrero: IRON MAIDEN, creo que decía. Era un tipo canoso, de mediana edad. “Yo no viajaba en ningún barco, había salido a remar un rato con mi canoa y de pronto apareció una niebla espesa. Y luego ya estaba sentado en esa ballena de ustedes. ¿Qué? ¿Están rodando una película de balleneros?, ¿no?, porque lo que es la ballena robot que me ha salvado es de un realismo insuperable".

Se hizo un silencio expectante en cubierta: aquel era sin duda un loco. Hablaba nuestra lengua, pero de una forma muy particular, con algunas palabras inventadas por su delirio.

“Traigan agua y ropa decente”— me ordenó el capitán. “Díganos amigo ¿cuál es su nombre y en qué barco viajaba?”. “Soy John Darwin—contestó el tipo-- y repito que no viajaba en ningún barco, sino en mi canoa y que salí a remar un rato.”
Nosotros navegábamos por las costas chilenas, en territorios áridos en los que no vivía ni un alma. Aquel lunático empezó a causarnos una sensación de desasosiego, como si un peligro desconocido se fuese cerniendo sobre todos nosotros. “ Es una hidra de las profundidades, que viene para llevarnos al Averno” gritó de pronto Horward, el Mulo, que cuando niño estudió con los presbiterianos y tenía algunas nociones de Mitología. “ Si, Si. Viene para llevarnos”, insistían otros. “ Se llama igual que el doctorcito, Darwin, Darwin. Son dos demonios que van a devorarnos”,-- lloriqueaba Oswuald, el Ogro de Epsom, una mole calva de carne y sebo de más de dos metros. “ Silencio, pandilla de nenazas” atajó el capitán con un casi imperceptible suspiro. “Llévenlo con el doctor Darwin; quizá él pueda aclarar este entuerto”.

Al cabo de unos minutos subió a cubierta el doctor Darwin. Venía lívido, con peor aspecto que el habitual: a las permanentes ojeras estratificadas y al intento inútil por hacer prosperar una barba de sabio en ese cutis de bailarina había que añadir ahora sus largas zancadas de fantasma de opereta. Se asomó al mar y allí estuvo contemplando las olas un rato.
Por mi condición de contramaestre, mi deber era permanecer unos pasos detrás del capitán a la espera de sus órdenes. El capitán me hizo algunas señales en el aire, susurró algunos gruñidos y yo invité amablemente a cada uno a seguir con su trabajo. Los muchachos se movilizaron a sus puestos; eso sí, de mala gana y con la mosca detrás de la oreja.

Luego, el doctor Darwin se acercó a nosotros:
Caballeros—comenzó—me veo en la obligación de informarles de que mister Darwin sufre una extraña enfermedad que, sin embargo, no le impide serme de gran utilidad en mis investigaciones científicas. Dice que en su día fue profesor de química y que tiene conocimientos de biología. A partir de ahora será mi ayudante. Por tal motivo, apelo a la discreción de ambos. En cuanto a las circunstancias de su origen y de las vicisitudes que lo trajeron hasta nosotros, sólo puedo decir que otro menos descreído que el que les habla lo habría achacado a la Divina Providencia.

Ni el capitán ni yo entendimos a qué se refería con aquello de la Divina Providencia. No obstante, ya nos habíamos acostumbrado a las extravagancias del doctor: aceptamos sin más discusión aquella parrafada y nos comprometimos a dejarlos en paz durante todo el viaje. Por mi parte, y para evitar que alguno de aquellos lobos de mar les rebanaran el cuello a los dos, hice correr el bulo de que el náufrago era el ángel de la guarda del doctor y que por eso tenía el mismo apellido. Los muchachos me miraron con sorna (nunca he tenido mucho arte contando historias) pero el capitán acudió en mi ayuda y les habló de San Rafael, el arcángel que los católicos consideran protector de los marinos, y otros ángeles que se aparecen en momentos difíciles. Al final se lo tragaron todo e, incluso, hubo alguno que aquella noche rezó aquello de cuatro esquinitas tiene mi cama / cuatro angelitos que me acompañan.

Todos estos acontecimientos ocurrieron hace décadas. Nuestra expedición duró cinco años y recorrimos territorios inexplorados, siempre a la búsqueda de animales, plantas y caracolas que los dos Darwin clasificaban y estudiaban minuciosamente. El doctor Darwin y su “ángel” llegaron a un estado tal de simbiosis en sus ademanes y en sus vestimentas que sólo fue posible reconocerlos de cerca. En la lejanía, se distinguían sus personas únicamente por sus barbas: las del doctor consistían en unas patéticas hebras largas de pelusilla rubicunda mientras que las de John Darwin, el ángel, parecían las de un profeta bíblico.

Por esas barbas hoy escribo estas palabras. Hace unas semanas mi nieta me mostró un libro titulado El origen de las especies por vía de selección natural, escrito por un tal Charles Robert Darwin, que había provocado en su momento y seguía provocando disputas y debates en la sociedad londinense. La tesis del libro no podía ser más disparatada: el hombre procede del mono. Enseguida recordé al doctorcito, tan extravagante y alocado, y, por fin, comprendí el objetivo de sus investigaciones.
Al pasar las primeras páginas, sin embargo, me encontré con lo inesperado y para lo que sólo tengo una explicación: la suplantación y el probable asesinato del doctor Darwin, el verdadero. En un grabado aparece John Darwin con su majestuosa barba, inconfundible, pero al pie del retrato puede leerse Doctor CH, R. Darwin. He hecho partícipe de mis sospechas a mi nieta y a mis hijas, y a algunos amigos que han querido escucharme. Pero tengo la impresión de que piensan que todo es el resultado de los primeros síntomas de mi senilidad.

martes, 13 de enero de 2009

LUEGO, YA VEREMOS


(TEXTO PUBLICADO EN El País semanal
DEL DÍA 20 DE JULIO DE 2008)


Luego, ya veremos


Quitando la inmensa biblioteca, que heredé de mis antepasados, el oasis está vacío y no hay nadie que deba soportar mi gula.

Segundo a segundo devoro los libros. Primero los leo y, después, los engullo de un solo bocado. En mi memoria permanece cada palabra que los componen. A este ritmo, en doscientos años, yo seré la biblioteca de mis antepasados, pero también, para entonces, en este oasis sólo quedaremos el sillón y yo.

Y a éste igualmente me lo comeré. Lo engulliré sin destrozarlo de un solo bocado como a los libros: mi mandíbula y mi sistema digestivo se dilatan como el de las serpientes. Y luego, ya veremos. Seguro que hay otros oasis esperándome.