Muchas personas esperan que él abra una puerta. Es una multitud silenciosa que aparece tras una esquina o cuando las oficinas funcionan y se llenan los metros.
El constructor de puertas siempre intenta llegar a todos los rincones, allí donde sea posible encontrarse con un tabique o un muro (liso, compacto, con esa mudez que exaspera a la mayoría). Palpa la superficie, la acaricia y traza unas líneas incomprensibles. Sus ásperas manos de artesano se mueven con precisión: los gordezuelos dedos juguetean con el lápiz amarillo y tienden un hueco imaginario sobre el que, más tarde, surgirá una puerta y la posibilidad de acceder a otro mundo.
En los últimos meses el constructor de puertas parece triste. No es fácil aplicarse todos los días a la misma tarea, a los mismos movimientos. Y, luego, debe recoger sacas y más sacas de escombros. Cuando termina, contempla, con dudosa alegría, puertas todas iguales que otros abrirán.
Por eso, busca desde hace tiempo un permiso oficial de alguna oficina ( no le importa cuál) que le permita poder dedicarse a otro oficio. Está seguro de que nadie le echará de menos: hay y habrá cientos de constructores de puertas disponibles en el mundo.
Hoy llega a una ciudad de bloques iguales. Son edificio de acero y cristal negro, todos alineados en avenidas sin automóviles, ni viandantes.
A la puerta de uno de esos edificios aguardan un grupo de unas veinte personas. Están sentados en el suelo y, al ver al constructor de puertas, se levantan, se sacuden las espaldas y parece que cunde esa alegría propia del final de una espera. El constructor se acerca y todos lo siguen. Suben unas escaleras y recorren un pasillo largo, sin luces, pero en cuyo techo es posible aún distinguir cables y tubos retorcidos de distintos grosores. El pasillo se cierra en un tabique. Allí hay que abrir una puerta.
Al cabo de unas horas, todos los cálculos y el dibujo están listos. Los que esperaban hablan de sus cosas. Han formado corros, duermen despatarrados por el pasillo. Sólo uno de ellos será el elegido, pero todos tienen la misma esperanza, una y otra vez, durante meses, incluso años.
El constructor se pone los guantes y agarra el martillo. Es el momento de abrir la primera grieta. Se queda mirando sus propias líneas unos minutos y, sin saber el porqué, desiste, guarda el martillo en la caja de herramientas y decide escapar de allí.
Por el camino sortea a toda aquella gente, que no puede creer lo que pasa y protesta. Sale del edificio y ve las luces hirientes de la ciudad. Una bocanada de aire le hace mirar al cielo. La noche es oscura y la luna nueva deja un resquicio por el que se arrojan las estrellas.
Al día siguiente vuelve. No puede soportar la idea de que algunos aún esperen en el edificio. Pero no hay nadie. El edificio está vacío. Se acerca hasta el tabique y a golpes, como siempre, lo deshace sin salirse de las líneas que marcó el día anterior. Al otro lado, se entrevé un espacio en penumbra. Ajusta el marco de madera, extiende el cemento, atornilla las bisagras, la puerta, el pomo. A continuación pasa un abrillantador y contempla el resultado. La puerta, de nuevo, está ahí y él tiene una llave que otros deberían estar esperando con impaciencia.
Aguarda un rato, pero nadie viene. Recorre los pasillos, baja a la calle. Aquella puerta es para alguien, no se puede quedar cerrada.
Decide buscar a la gente del día anterior. Durante horas recorre la ciudad de un extremo a otro con esa intención. Al doblar una esquina reconoce al grupo que ayer esperaba su llegada. Les da la buena noticia:
-Ya puede entra alguno de ustedes, la puerta está lista- Sin embargo, la gente rehúsa:
- No gracias, amigo, ya es demasiado tarde. Sabemos lo que hay detrás y no nos gusta.
-Si, ¿Qué hay?- pregunta el constructor de puertas.
- Es demasiado anodino, sin emoción- responde un hombre trajeado, con aspecto de funcionario. Continúa- Como usted comprenderá, no vamos a cambiar de vida para aburrirnos todavía más.
El constructor de puertas regresa. Sube tembloroso por las escaleras. Prefiere demorarse en cada peldaño. Es la primera vez que vive una situación como esa.
Aquella puerta lo entristece de golpe.
No había nada extraordinario en ese pasillo. Algunas bombillas no funcionaban y se podía percibir ese olor característico de los hoteles cerrados. Introdujo la llave y giró el pomo.
“Es demasiado anodino, sin emoción” esas palabras aún resonaban en su memoria. La puerta se dejó llevar y suavemente se movió hacia el interior de la nueva estancia. No pensó más. Entró y cerró la puerta.
Al principio, le llamó la atención el olor a jazmín y medicinas ( un jarabe derramado). Enseguida, sus ojos se habituaron a la tenue luz del lugar. Veía un televisor con imágenes en blanco y negro y, cerca, a un hombre, de pelo largo y seboso, que llevaba una barba entrecana de varios días.
-Siéntate- le dijo.
Se oye un canario y movimientos en una habitación cercana. El constructor se sienta en un sofá granate desvencijado. Mira a su alrededor: en la pared de enfrente hay una santa cena antigua, retratos de antepasados, fotos de niños y, sobre todo, la sorprendente foto de una boda en la que el constructor cree reconocerse veinte años más joven.
El hombre se levanta. Lleva unas calzonas azules y unas chanclas de goma. No parece tener más de treinta años.
-Mamá, el Manolo ya está aquí- grita. El constructor de puertas siente la presencia de otra persona. Entra una mujer de pelo blanco y crespo que lleva unas gruesas gafas negras. La mujer arrastra los pies. En sus manos sostiene una cacerola roja.
-Niño ¿Vas a comer hoy aquí, no?-. La mujer habla con el constructor.
-José, pon el mantel- ordena sin mirar. Luego, besa al constructor y renqueando se pierde en la cocina. El otro hombre recoge el paño de croché que decora la mesa y lo deja caer en una de las sillas de enea. El constructor de puertas se levanta y se asoma a la cocina. La mujer busca en un armario celeste, revuelve en un cajón. Sus gafas se le deslizan hasta la punta de la nariz. Saca cucharas y tenedores y tres servilletas de tela.
-¿Cómo está Juani, niño?- le pregunta mientras se pone bien las gafas.
-Bien, bien- responde el constructor de puertas.
La mujer vuelve al salón y coloca los cubiertos. El constructor de puertas observa desde el quicio de la cocina. Mira sus piernas y descubre unas varices oscuras que tejen una red deshecha por las pantorrillas. El otro hombre se rasca la barba. Toda su atención está puesta en el televisor. Es la hora de las noticias
Se sientan los tres a comer. De fondo suena la voz rítmica de la presentadora del telediario, algún vecino que pasa por la calle, las cucharas contra los platos.
Cuando terminan, la mujer recoge todo. Hace calor en la habitación. Por la luz que se cuela desde la persiana parece un día de verano. El constructor de puertas se levanta y se dirige a la cocina. El otro hombre enciende un cigarrillo y se hurga con un palillo en los dientes. Ahora toda la casa huele a cocido y mondas de melón.
-¿Quiénes son ustedes?- pregunta el constructor. La mujer limpia los platos en una pila blanca. Está de espaldas, restregando con un estropajo. No contesta. Cuando termina, llena una cafetera y enciende el fuego. El constructor mira por el ventanuco de la cocina: se ve un patio de cemento con manchurrones alargados. Un perrillo dormita a la sombra. La mujer se vuelve y se seca las manos. Los ojos le grillan, reducidos, detrás de las gruesas gafas.
El constructor repite la pregunta durante años.
Desde ese día supo que tenía una familia (madre, hermano, esposa, hijas). Esa misma tarde, después de la siesta de los otros, volvió al tajo. Su hermano y él recorrieron una calle mal empedrada. Veía un horizonte montañoso. Se detuvieron delante de una vieja casa (apenas una fachada deforme con dos ventanas muy pequeñas). El hermano apoyó una escalera de madera y se subió al tejado. Él lo siguió. Anduvieron sobre las tejas. Luego, el hermano empezó a quitar las tejas y se las iba pasando a él, que las fue amontonando en la calle. Bajaba y subía las escaleras una y otra vez. Una vez que aparecieron las podridas tablas del techo, su hermano comenzó a arrancarlas.
Aquel día trabajó hasta la noche, cuando las farolas empezaron a encenderse. Entonces, regresó a su casa (ésa en la que dijeron que vivía pero que él no había pisado nunca). Su hermano lo acompañó hasta la puerta. Entró y conoció a su mujer y a sus hijas.
Ahora, con el paso de los años, puede recordar cada una de las arrugas que se fueron marcando en el rostro de su mujer. Se toca la barriga, que ha crecido últimamente, y se siente satisfecho andando por las calles de su pueblo. Cae de nuevo la tarde. Respira el aire frío de la sierra.
-Jacinto ¿Cómo está su mujer?- le pregunta a un vecino que está sentado en un escalón.
-Hoy parece que está mejorcita-
Se acerca a la casa de su madre. Entra y no hay nadie. Seguro que ha ido a comprar a la tienda de Alonso. Vagabundea por el salón. Se ha acostumbrado a aquellas paredes, a esas fotos en las que puede ver el transcurso de su vida. Pasa a la cocina. Revisa los grifos y la bombona del gas. Todo está bien. En el patio ya no está aquel perrillo. Permanece así, un rato mirando por el ventanuco. Lo envuelve el silencio de la casa vacía. De pronto, cruza la sala y se detiene enfrente de la puerta por la que entró el primer día. Es una puerta alejada de la salida de la casa y de la entrada a la cocina. Está pintada de gris claro. Nadie ha vuelto a abrirla desde su llegada. Se queda delante, emocionado, pensando en su familia, en esa gente del pueblo, que son sus amigos. Se sienta en el viejo sofá y estira las piernas. Mira de nuevo las fotos: retratos amarillentos que exhiben caras y peinados de otras épocas. En una está él vestido de soldado, el rostro descolorido y sin mirada. ¿Qué pasó en ese servicio militar que no vivió?. Sobre la cómoda se ordenan otras fotografías de distintos tamaños. Repasa las fotos de sus hijas recién nacidas; en otra reconoce a su hermano niño y se reconoce, también niño, aunque sabe que nunca tuvo una infancia en esa casa.
La foto más ostentosa ha atrapado una imagen del día de su boda. Llevaba un traje negro (que no ha podido encontrar en ningún ropero) y está repeinado y serio. Su mujer es casi una niña. Tiene el pelo largo, denso y negro: una melena que él no ha conocido y que en la imagen contrasta con el velo y los pliegues del traje nupcial.
Aquel fue sin duda el día más importante de su vida, pero él no lo vivió. Se esfuerza por aceptar todo aquel pasado de las fotos. Ese es el pasado que quiere y no el otro: una absurda sucesión de días en los que construye puertas y más puertas.
Se vuelve a levantar y se enfrenta al lugar por donde una vez accedió a esta vida. Gira el pomo de esa puerta y la abre. Un tufo antiguo de muebles y sábanas limpias le llega desde los rincones en penumbra. Adelanta un pie. No tiene miedo, pero está nervioso. Quiere acabar de una vez con sus viejos temores. Avanza, sigue avanzando y la luz se apaga. La puerta se cierra a sus espaldas, muy lentamente. Se queda paralizado. No intenta volver inmediatamente sobre sus pasos. Tiene que ser así, piensa.
Durante unos minutos todo está oscuro. Luego, sus ojos se acostumbran y empieza a distinguir el suelo, las paredes. Ahora sí recuerda. Reconoce la estancia desnuda, abandonada, como si nadie hubiera andado nunca por aquel lugar.
Entonces, decide volver. Sabe donde está su mundo. Quiere volver aunque su pasado esté ese pasillo perdido de un rascacielos. Abre de nuevo la puerta y entra. Tantea en la oscuridad. Está impaciente por encontrarse otra vez con su familia. Ha decidido que mañana hablará con el maestro; la más chica anda un poco atrasada en matemáticas.
Se asustó cuando olió la hierba fresca y la sintió en sus pies desnudos. No aparecía el salón de la casa de su madre. Se adentró en una niebla densa, impaciente, negando lo que presentía. Quería gritar que no, que eso no había podido pasar. Se miró los brazos desnudos, el torso también, las piernas. Su cuerpo estaba dibujado de líneas negras. En un cinto de piel llevaba un cuchillo y en el cuello un extraño amuleto.
La niebla se iba disipando poco a poco. Ahora ya podía ver que estaba en lo alto de una colina. El viento era frío, persistente; venía de un bosque. Se volvió para regresar a casa; seguro que la puerta aún permanecía a sus espaldas. Pero un guerrero sonriente se lo impidió. Cargaba con un sanguinolento ciervo.
-Ha sido una buena caza, hermano. Vamos, no esperan. Estarán todos hambrientos- Lo dijo en una lengua extraña, pero que el constructor de puertas comprendía. Tembloroso, levantó su lanza, aún manchada de sangre.
Descendieron por una húmeda ladera hacia una luz que chisporroteaba más allá. La tarde caía entre nubarrones. Unos niños, desnudos y ruidosos, se acercaron. Alrededor de la hoguera sólo podía ver ojos.
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