martes, 31 de marzo de 2009

NÁYADE


Volaba en helicóptero alejándose de la aldea de su infancia. Iba rígida, apuntando números en una agenda.
—Señora ministra, ¿Se encuentra bien?
El asesor se sentó a su lado y la sacó, por fin, del recuerdo de aquel viaje: en la orilla del Río del Olvido, cerca de la casa de su abuelo, un médico ataviado con ropas de safari daba inútilmente una medicina azul a unas criaturas escamosas, todas enfermas, que deliraban en la ribera.
—No somos peces—intentaba gritar una de ellas. Llevaban unas largas melenas que cubrían sus cuerpos blancuzcos, casi traslúcidos.
—Queremos que venga, la esperamos en la poza de siempre. Ella sí nos puede curar—la criatura agitaba una cola desgastada y fofa. Su rostro era el de una anciana desdentada.
—Yaya—Susurró la ministra en la espesura. Se había escondido con los miembros de su equipo. Hacía más de diez años que no pisaba las tierras en las que había transcurrido su infancia.
—Es algo extraordinario—murmuró alguien. Los asesores grababan la escena con los móviles.
—Señora ministra, tenemos que salir ahora mismo. El helicóptero espera en el llano—el copiloto parecía una hormiga de metal. El casco blanco refulgía con los rayos que bajaban de entre las hojas de las encinas.

Luego, cruzaron el pueblo abandonado. Casi en volandas, apenas vio lo que quedaba de su infancia: vigas achicharradas por el sol y el viento del verano, algunas viudas de negro, la chatarra de un proyector de cine en la que fue la escuela rural, donde ella aprendió a leer.

El corazón le latía al compás del motor del helicóptero. Subió, se acomodó y alguien le pasó una carpeta gruesa, con cientos de informes.

—¿Me escucha? ¿Se encuentra bien?—El asesor le dio un vaso de plástico con café. Ella lo cogió con manos temblorosas. Miró de reojo por la ventanilla. Todavía sobrevolaban la orilla del río. Al fondo se distinguía, sobre la loma descarnada, la casona del abuelo, achaparrada, ruinosa.

—No tendremos presupuesto para construir el puente—susurró uno de sus asesores.
—Los de la comisión nos van a comer—dijo otro.
—No si nos los comemos nosotros primeros—atajó ella. Usó palabras de hierro para dar a entender que había vuelto al presente, que todo lo que habían visto en la orilla del río no le afectaba. Cerró la agenda y dio la espalda a la ventanilla. Con un nudo en la garganta, recordó a su abuelo cuando alegraba la vida de los seres escamosos tocando la trompeta.
Sonó un móvil. Se escuchaba la voz de uno de sus asesores hablando con su hijo pequeño.
—Papi te va a llevar una ballena tan pequeña que la podrás tener en un vaso de agua.
Hacia las tres, un asesor abrió la nevera y comenzó a repartir sándwiches. Iban bien empaquetados, plastificados casi. Los vasos de zumo y de agua mineral fueron pasando de mano en mano.
Ella bebió un sorbo de agua y mordió su sándwich vegetal. Las lágrimas caían por sus mejillas. El trozo de comida bailaba en su boca. Se había convertido en una bola de corcho amargo.
—No puedo, no puedo—susurró. Los asesores intercambiaron miradas. Ahora sobrevolaban las playas, lejos del interior y sus supersticiones. La civilización estaba a menos de media hora.
—Tenemos que volver—casi suplicó.
—Pero, señora ministra, nos espera el presidente a las cuatro.
—Que vuelva, por favor.

El asesor respiró hondo. Llevaba la corbata aflojada y, en la frente, el sudor había formado una película polvorienta. Miró a sus compañeros, todos tensos, temiendo lo que podría ocurrir.

—No la podemos dejar allí. Ya sabemos que usted convivió con esas criaturas mucho tiempo. Pero tiene responsabilidades. La están esperando otras personas que también la necesitan.
—Se van a morir si yo no estoy allí con ellas. Yaya, mi Yaya—las lágrimas agrandaban sus ojos. Los asesores estaban aturdidos. Miraban por las ventanillas, acariciaban sus portátiles, buscaban en sus bolsillos pañuelos de papel.
—Han estado desaparecidos más de treinta años, sabe dios en qué grutas, y ahora aparecen de pronto, enfermos y diezmados. Usted no es la responsable de ellos. Saben desenvolverse sin usted.
La ministra asió con fuerza la mano del asesor.
—Le prometo que mañana mismo enviamos a un equipo médico más grande. Ninguno de ellos se va a morir, se lo aseguro.


A las cuatro tuvo lugar la reunión con el presidente. A las seis se sentó un momento en uno de los sofás del palacio. Se quedó dormida y soñó que los seres escamosos se habían recuperado, que ya estaban bien y ocupaban sus antiguos hogares en el fondo del río. A las seis y media sus asesores la despertaron:
—Pasaremos por el ministerio y usted podrá recoger sus cosas. Creo que por hoy ya ha sido suficiente.
La ministra sonrió y se levantó. Iba muy contenta, casi eufórica. Tanto que dejó en el sofá la carpeta y el bolso y nadie se percató del descuido.
Entró en el auto blindado: saludó otra vez al chófer y a los guardaespaldas. Atrás, en otros autos se quedaron los asesores.
—Hoy ya hemos terminado—Sus ojos estaban hinchados, pero su cara parecía que había rejuvenecido con la siesta. Se acarició las pantorrillas y sonrió.
Los guardaespaldas se sobresaltaron cuando le miraron las piernas, pero ella negó con la cabeza sin dejar de sonreír. Uno le alargó un pañuelo.
—Le duele, señora ministra. ¿Quiere que pasemos por la clínica?
—En mi vida me había sentido mejor—se volvió a acariciar las piernas y secó la sangre que ya manchaba sus zapatos y la alfombrilla del coche. Ella les avisó:
—No vamos al ministerio.
—¿Adónde vamos, señora ministra?—preguntó el chófer.
—Llévame al puerto, más arriba del delta.
Ahora sonreía abiertamente. Se quitó la chaqueta negra y olió la mezcla de perfume y sudor que desprendía su cuerpo.
—Ustedes vuelvan al ministerio y díganle a todos que no se preocupen por mí.
La radio del coche sonó acatarrada y llena de interferencias. La voz de uno de los asesores se oía destemplada:
—¿Se puede saber adónde vamos? Este no es el camino al ministerio. La ministra miró la ventanilla y pudo, por primera vez en su vida, distinguir la zona del delta en la que se mezclaba el agua del río con el agua del mar. Al lado de sus pies, ya cubiertos de ásperas escamas celestes, yacían sus dos inútiles tacones negros.

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