lunes, 19 de diciembre de 2011

FRIGINIUS



Esta criatura segrega una sustancia tan viscosa que, al minuto, ya se ha convertido en una capa más de su cuerpo. Por este motivo se le puede ver rodando, montaña abajo, rebotando contra los afilados riscos, sin que otras criaturas, extrañas, inverosímiles también, puedan hacer algo para detenerlo.

Si deseamos detectarlo (y esa es la palabra adecuada: es capaz de acurrucarse en los lugares más calientes sin ser visto. Por ejemplo, algunos ejemplares, no especialmente peludos o gruesos por las capas de grasa y pelo, sobreviven en la boca de los volcanes. Mucha gente piensa que esos vulcanólogos que fallecen al pie del volcán lo hacen por las altas temperaturas, los gases tóxicos o alguna otra contingencia explicable con razonamientos científicos. Nada más lejos de la realidad. Algún ejemplar de Friginius Volcanicus habrá visto interrumpido su larga hibernación (se habla de millones de años de una siesta en la que estos seres frioleros sueñan—así lo afirman ellos en sus viejas crónicas—con jornadas veraniegas en un astro desértico donde las temperaturas alcanzan el millón de grados centígrado) y, furioso, le habrá lanzado una exhalación gélida, cuyas consecuencias son la muerte por cristalización fulminante de todos los tejidos corporales.

Si deseamos detectarlo (también pueden vivir en nuestras ciudades: le damos la espalda a la calefacción, nos adormilamos en una tarde de enero—lluvia más allá de los cristales, escarcha en el filo de las ventanas, sol de atardecer, noche casi inmediata con sus barbas de témpanos en el borde de los tejados—y el Friginius domesticus sale de su escondrijo, quizá el borde interno de fogones, salta por las paredes, bota un milésima de segundo en el suelo del salón—moscas en esta época, pensamos—y ya lo tenemos instalado a nuestras espaldas mientras que nosotros cabeceamos aturdidos con la lectura de alguna novelucha)

Si deseamos detectarlo, debemos construir un edificio desangelado (algo así minimalista, despersonalizado, abundante en los videoclips de grupos de pop. Los muebles son de oficina, hay alguna máquina de agua con forma de ampolla medicinal al fondo del pasillo. Se pueden ver el cableado, como si se tratara de las aortas, venas y capilares de un animal descomunal del que somos los parásitos, al descubierto, torpemente clavado al techo y las paredes.

Ahora es el momento de encender una hoguera (si queremos darle un toque marginal a la escena), o bien, en el supermercado más próximo, deberemos comprar una estufa eléctrica—también sería útil una barbacoa, pero, en este caso, se necesitaría carbón, etc.—y la colocaremos cerca de una ventana, a ser posible en el piso más alto de este edificio (que bien podría estar en alguna de las ciudades norteamericana donde abundan los mismos). Esperaremos unos minutos, unos días, quizá generaciones enteras, pero, si somos capaces de mantener una temperatura cálida durante todo este tiempo (sería necesario educar a sucesivas generaciones sobre la importancia de este cometido) algún día se nos presentará esta criatura, tiritando, con la piel azulenca y evidentes síntomas de hipotermia. Hay una alta probabilidad de que se trate del Friginius Oficinarum, una de las razas más evolucionadas y próspera de la especie: viven en despachos en los que los aparatos de calefacción y aire acondicionado no se detienen nunca. Se acurrucan sobre sus chapas, en las partes más altas y polvorientas de los edificios. Van vestidos de negro, con una especie de abrigo negruzco que cubren la totalidad de sus cuerpos, excepto la cara y dos orejitas blanquísimas, como de oso de peluche, que sobresalen de sus cabezas cubiertas. Mucha gente los ha visto en las alturas y los confunden con ángeles melancólicos a los que les gustaría convertirse en humanos.

ROCÍO



Según cuentan algunos naturalistas griegos (al referirse a otros naturalistas griegos cuyos textos desaparecieron en la archiconocida Biblioteca de Alejandría) ciertos alquimistas acadios descubrieron en las tierras más lejanas de oriente, en desiertos nunca hollados hasta entonces, a unos extraños hombres cuya naturaleza nunca, hasta entonces, había sido contemplada por gente civilizada.
La tierra tórrida y la escasez de agua había sido la causa de una extraordinaria adaptación fisiológica. Al amanecer, mujeres y hombres de esta tribu se arremolinaban desnudos para contemplar la salida del sol. El rocío del amanecer se acumulaba en los ateridos cuerpos, formaba una especie de tela de araña viscosa (tal vez, la humedad del rocío se mezclaba con ciertas desconocidas secreciones de aquella gente) que se lamían los unos a los otros. Lentamente, a hombres y mujeres se les iban hinchado las papadas hasta parecer monstruosos odres.
Con estos odres, los habitantes de esta tribu sobrevivían el resto de la jornada, cocinaban, lavaban a sus hijos, etc. Ahora bien, según cuentan los alquimistas acadios, resultaba bastante desagradable verlos regurgitar el agua debido a los tremendos esfuerzos que se veían obligados a hacer con sus estómagos y gargantas.

martes, 4 de octubre de 2011

LA TRIBU DE LAS TIERRAS AMARILLAS

Esta historia trata de unos campesinos y de sus tierras verdes en la frontera con las tierras amarillas, las de otros campesinos con menos fortuna. Estos últimos veían a cada estación como el campo se agostaba, en el último mes antes de la cosecha, porque las nubes no descargaban la lluvia sobre sus tierras sino que las superaban, las dejaban atrás hasta alcanzar las tierras verdes. Allí, sobre ya frondosos huertos, dejaban caer una mansa lluvia que lo empapaba todo durante días. Entonces, se formaban riachuelos que desembocaban en un río grande y de feraces limos.

Un año en que la sequía había aniquilado hasta los tubérculos más resistentes y fibrosos, los campesinos de las tierras amarillas suplicaron un poco de agua a los de las tierras verdes:
—¿Cómo llevaréis el agua desde aquí hasta vuestras tierras?—preguntaron los campesinos de las tierras verdes.

Los campesinos de las tierras amarillas idearon: grandes globos sobrevolarían las tierras amarillas izando cubetas de madera que desprenderían el agua al pulsar ingeniosos mecanismos de apertura. Pero ¿de dónde saldrían esos artilugios? ¿Con qué material lo fabricarían? Las tierras amarillas apenas si daban briznas de hierbas, muy pocas comestibles, acaso mínimamente sustanciosas para elaborar infusiones. También, cascotes y cabras. Espinos y víboras. Cactos y alacranes.

La gente de las tierras amarillas tenía la ancestral costumbre de reunirse en torno al fuego. Con el movimiento de la llama, en el teatrillo que sobre la arena conformaban las sombras, dejaban volar la imaginación. Y todos participaban del mismo rito: imaginemos, sólo por un momento, que ubres de vacas gigantescas se pueden hinchar de gases, los que provocan la fermentación de orondas verduras o toneladas de legumbres (algunas de estas semillas, grandes y lustrosas como diamantes legendarios). Inflaríamos los pellejos, los ataríamos a los depósitos, se elevarían en el cielo hasta hacerse diminutos o confundirse con las nubes. Luego, absorberían las aguas de los lagos pertenecientes a las tierras verdes, volverían hasta nosotros, nos empaparían.
—¿No sería más rápido imaginar nubes y aguaceros?—sugirió alguien. Entonces, los campesinos se quedaron silenciosos, un poco antes de retirarse cada uno a su choza.

Una anciana soñó aquella noche: se fabricaban los primeros globos. Sobrevolaban las miserables tierras. Jóvenes (exinanidos, ojerosos por tantas semanas de sopas insustanciales de matojos) se convertían en valientes pilotos. Y, luego, decía la anciana con un hilillo de voz que resonaba en la oscuridad de la desangelada noche, pagaban con sus vidas el intento: ráfagas de viento de un huracán nunca visto por aquellos parajes, truenos broncos, rayos que quebraban la noche. Los cables se rompían, los pilotos se descalabraban contra las afiladas montañas. Muy pocos globos (sus cubetas medio vacías por el zarandeo del viento) alcanzaban su destino y apenas podían saciar la sed de los chiquillos.
La acongojada anciana extendió los brazos como si buscara el consuelo de todos y, luego, se dejó caer como un fardo. La hoguera chisporroteaba real, peligrosa, abrasadora si alguien se atrevía a acercarse demasiado. Los campesinos lloraban unidos, formando un pardo caparazón. Había sido una pesadilla, pero vivían la narración como si los muertos pudieran surgir de aquel misterioso mundo para llevarse a sus dobles, hambrientos y ojerosos, que con las cabezas entre las manos ocultaban su impotencia.

Se impuso la realidad de sus miserias: las chozas renegridas por el paso implacable de estaciones extremas, ramas secas y retorcidas, cabras y sus rastros de boñigas, rastrojos inmortales, eternos.
Los campesinos de las tierras amarillas construyeron carritos que tendrían que ser tirados por cabras. No poseían otras bestias. En aquellas tierras sólo los requemados huesos abandonados en las torrenteras secas revelaban que en un tiempo ya lejano el ganado había pastado en añorados herbazales.
En primer lugar, fue difícil reunir la madera para construir las ruedas y los armazones. Se talaron los últimos boscajes. Se buscó leños en las chozas abandonadas, en las barrancas secas. Algunos dieron hasta los esqueletos de sus camas o las carcomidas tablas de sus puertas.
Luego, llegó el momento de las cabras: había que adiestrarlas, había que obligarlas a tirar del arreo sin retozar y siguiendo un mismo camino durante horas. A menudo se revolvían, saltaban, se golpeaban contra las piedras hasta lograr desprenderse de los cinchos.

Cuando se inició el transporte de agua, las gentes de las tierras verdes, desde los frescos zaguanes, veían ese interminable rebaño de cabras como un asunto cómico. Disimulaban las sonrisas pero, en el límite del arrabal, los hombres de las tierras amarillas podían escuchar las bromas, las carcajadas que los niños no reprimían mientras cantaban letrillas que los adultos habían compuesto en las fiestas de la cosecha.

Sin agua, pero con cabras
Con cabras que llevan agua
No tienen agua, tienen las cabras
Son sólo locos, locos sin agua

A la llegada a las tierras amarillas, las gentes se arremolinaban en torno a los carritos. Había que soltar las cabras para que pastaran un rato. Había que reservar gran parte del agua para que las cabras saciaran su sed después de una jornada de viaje. Había que regar algunos huertos (los turnos estaban establecidos por el consejo de sabios) y, entonces, los niños bebían. Y también los ancianos. Y finalmente el resto, apenas el agua que cabía en el cuenco de una mano.

La caravana se repitió a lo largo de tres meses. Pero los huertos no prosperaban. La sed había aumentado porque la presencia de una mínima cantidad de agua propiciaba el sueño de poseer estanques rebosantes, depósitos bajo tierra, cántaros a la sombra, jarras siempre llenas. Día a día, las cabras fueron ralentizando su regreso. Algunas se habían vuelto más ariscas y, a pesar de los inútiles vergajazos, se negaban a continuar o se tendían en el suelo.

—Este procedimiento es inútil—Lo dijo el más anciano, en una noche especialmente abrasadora. El viento soplaba con fuerza. Alguien, perdido detrás de las sombras que promovía la luna, comentó:
—Si la memoria no me falla, este viento presagia tormenta—nadie tomó en cuenta sus palabras. Prosiguió cada grupo con sus conversaciones. El sabio retomó su primera idea:
—No podemos seguir con ese tránsito absurdo de las cabras.
—Es el que nos ha dado mejor resultado hasta el momento—interrumpió otro miembro del consejo de ancianos.
—Debemos pensar en una solución nueva.

A la mañana siguiente el cielo amaneció encapotado. Era la primera vez que muchos niños veían las nubes.
—De ahí caerá el agua. Otra vez nuestra tierra será fértil—las madres señalaban hacia las alturas. Los niños querían saber de dónde había surgido aquella lana gris, interminable.
—Son enormes odres cargados de agua—explicaban los adultos.
Al mediodía estallaron los truenos y los rayos. Algunos campesinos habían pasado toda la mañana danzando y entonando viejos cantos que asegurasen el aguacero.
El viento se convirtió en huracán; algunos rayos cayeron sobre las chozas, incendiaron los escasos cercados, achicharraron a algunas cabras. Los truenos retumbaban en cada cuerpo de los campesinos de las tierras amarillas. Los niños lloraban aterrorizados porque a cada rayo, que rompía el cielo con líneas de fuego, proseguía un bramido de bestia furiosa.
El agua no cayó. Las nubes siguieron su camino. Quemaron algunos secarrales, pero no hubo ningún aguacero. No hubo una mínima llovizna para aplacar el polverío del desatado viento.
—Esta tierra está maldita—sentenció alguien.
—Hemos de huir de aquí, dispersarnos por el mundo.
—Nadie nos aceptaría ni en sus arrabales.

Así fue cómo aquella tribu desapareció. Todos se alejaron de las tierras amarillas, sobrepasaron las tierras verdes y, luego, cada familia tomó una dirección distinta. Algunos llegaron a las grandes urbes del norte y allí trabajaron como siervos y en los estercoleros. Otros sucumbieron en selvas, permanentemente húmedas, extraviados en la espesura. Los que tuvieron más suerte acabaron a las orillas insalubres de los grandes lagos del oeste. Construyeron palafitos para poder escuchar el dulce oleaje durante la noche. Cuando llegó la estación de los mosquitos sufrieron fiebres y todos murieron.

Entretanto, los campesinos de las tierras verdes ocuparon los eriales que habían abandonado los de las tierras amarillas . Construyeron una acequia monumental que se difuminaba en canalillos. Plantaron árboles frutales, plantaron grano, elevaron silos, excavaron pozos de los que extraían abundante agua con ingeniosas norias.

Las tierras amarillas se convirtieron en tierras verdes.

Todavía quedan algunos ancianos de las tierras amarillas que conservan en su memoria el día que, siendo niños, vieron por primera vez un cielo encapotado.

Son ancianos solitarios que viven en rincones alejados de este mundo: una fogonera que trabaja en un palacio. Está achacosa. Hace años que no sale de aquella sala en la que están los fogones. De la parte alta, donde están las cocinas, le llega, a veces, las risas de las cocineras y, cada día, por un elevador, bajan su sopa. Cuando llega la hora de dormir, se agazapa cerca de los fogones y observa un ventanuco y, en invierno, ve brillar las gotas de lluvia con el reflejo de los rescoldos.

Un minero. Se adentra todos los días en grutas cada vez más estrechas. Aunque anciano, como ha perdido peso, puede deslizarse hasta los confines más profundos de la mina. Con él van otros ancianos y niños, que son los que mejor pueden extraer los minerales. Los ancianos son resistentes. Tardan en morir. Él sabe que le queda poco tiempo. Quizá en la estación de las lluvias las galerías se inunden y muera ahogado.

Una prostituta, que sólo sale de su cubículo para beber una jarra de vino.
Un limpiador de pocilgas. Duerme a la intemperie, entre los cerdos y maldice el otoño y el invierno interminable.
Una concubina. Fue la preferida del harem y ahora malvive en una mazmorra en la que entra la lluvia por la lejana entrada superior. A través de los barrotes se pueden ver algunas estrellas.










EL HIPOPÓTAMO Y LA CREMA SOLAR PROTECTORA




El hipopótamo vive en ríos, lagos y charcas grandes. Ahora bien, en África, como todo el mundo sabe, hay largos períodos de sequía. Es decir, días y más días en los que los animales llevan grandes cantimploras al cuello. En uno de esos períodos de sequía el hipopótamo descubrió la crema protectora, efecto hidratante, nivel 150.554.455, tan potente que su piel, amplia, casi inabarcable, estaría a salvo de los rayos de sol.

Abrió con dificultades el bote, pero le fue imposible embadurnarse el lomo.
Llamó a un pájaro: lo siento—dijo el pájaro—tienes el cuerpo tan grande como un barril de cerveza y necesitaría horas para untarte la crema.
El hipopótamo se puso un poco triste. Había visto en una ocasión, en el puerto de El Cairo, grandes barriles de cerveza y la comparación lesionó su amor propio.

Llamó al león y ya podéis imaginar qué pasó: el hipopótamo, detrás de sus juguetonas orejitas, tiene la marca de dos colmillos. Pero, tan dura es la piel de un hipopótamo, que el león perdió los colmillos y otros dientes y ahora sólo puede comer papilla de avena. Busca a algún protésico que quiera colocarle una nueva dentadura. Promete que no cerrará la boca.

Ya muy triste, con el sol del mediodía achicharrando los caminos, el hipopótamo estaba a punto de olvidarse de la crema y entonces decidió buscar una sombra y ¿Qué sombra mejor que la de la madriguera de los perritos de las praderas?
—Estás loco, ¿Cómo vas a entrar en nuestra casa? Eres demasiado grande—explicó el enlace sindical de los perritos de las praderas, porque los perritos de las praderas están organizados en un sindicato con distintas secciones (vigilantes de horizonte, guardería infantil, masticadores de raíces y otros tubérculos, víctimas de aves de presa, etc.)

El hipopótamo comenzó a hipar, HIP, HIP, como si fuera a llorar de un momento a otro. Y ya sabéis (y si no lo sabéis, os lo digo yo que he viajado por los cinco continentes) que no hay nada más peligroso en la selva que un hipopótamo al que le da un ataque de llanto. El enlace sindical dio un salto en el aire y con extraordinarios reflejos lanzó un silbido que recorrió la espesura y los desiertos. Flotó en el aire (como si fuera un karateka) y, de pronto, de las madrigueras surgieron cientos de perritos de las praderas preparados para la lucha final.
—Rápido, hay que evitar que el hipopótamo llore. Ahí va el bote de crema. Manos a la obra—Los perritos de las praderas sacaron sus monos de trabajo, se calzaron las botas de seguridad y arrancaron los motores de sus pistolas a presión. En cinco segundos, el hipopótamo sonreía. Estaba cubierto de una densa capa de crema protectora, tan densa y tan blanca que el hipopótamo ya no parecía un hipopótamo, sino un merengue con cuatro patas que se mueven.

Feliz por estar protegido de los rayos del sol, el hipopótamo saltaba y daba brincos, de aquí para allá, con unas gafas de sol, estilo retro, que habían pertenecido a su tía, una atolondrada que vive en el zoo de Nueva York.

Entonces se topó con un cazador: Sir Charles Mc. Cegeitor. Llevaba unas gruesas gafas de culo de botella. Sus bigotes de aristócrata inglés se habían convertido en el parque de atracciones de unas hormigas rojas:
—Por las barbas del Capitán Cook, he hallado el único ejemplar de yeti africano que existe—gritó como poseído.
—No soy un yeti, soy un hipopótamo—matizó el hipopótamo.
—Fruslerías, fruslerías, ahora mismo vienes conmigo a Hollywood. Steven Spielberg está buscando un yeti para su nueva película: “Indiana Jones en el asilo tibetano: aventuras en la tercera edad”.

Así fue como nuestro amigo el hipopótamo se convirtió de la noche a la mañana en actor de cine. Cuando veáis un yeti en alguna película, que no os la den con queso: no es el yeti, sino nuestro amigo el hipopótamo embadurnado de crema solar protectora.

jueves, 31 de marzo de 2011

LA EDIFICANTE LEYENDA DE MARTINUS EL AGUANOSO, OBISPO DE UNA PROVINCIA DEL NORTE





LA EDIFICANTE LEYENDA DE MARTINUS EL AGUANOSO,

OBISPO DE UNA PROVINCIA DEL NORTE


En una ocasión, en los acantilados de una nación del norte y en las zonas más inaccesibles surgió una fuente de dimensiones descomunales que caía al mar con un estruendo pavoroso. Los pueblos que vivían cerca de esos acantilados se atemorizaron tanto que acudieron de inmediato al obispo. Es el fin del mundo gritaban los más asustados. En pocas horas, el obispo, rodeado de todo su séquito de soldados y beatos, se acercó hasta ese lugar del que, de día y de noche, brotaba aquella columna del tamaño de una montaña. Es un castigo de Dios, un nuevo diluvio universal, pero que surge de las entrañas de la tierra, el obispo se arrodilló y todos los demás lo imitaron. Sin duda, hemos sido elegidos por Dios, porque nosotros sí sabemos lo que está ocurriendo y lo que está por venir, prosiguió.


La multitud, gente sucia y piojosa a la que había que perfumar constantemente con el incensario, comenzó a sollozar y a suplicar perdón. El obispo levantó el báculo y concluyó: somos los elegidos por el Buen Padre, nuestras oraciones y nuestra vida de sacrificio han merecido recompensa. De la destrucción que se avecina, nosotros seremos los únicos testigos. Alabemos al Señor por su infinita misericordia. Los más pecadores bajaban la cabeza con disimulo, parecía como si intentaran encogerse, desaparecer porque quizá alguien podría levantarse y señalarlos: este es un ladrón y practica la usura. Aquellos otros viven amancebados. La de allí mató a su hijo recién parido. El obispo alzó los brazos al cielo y compuso un rostro (innumerables pintores han recreado la escena durante siglos: El obispo Martinus, el aguanoso, recibe la inspiración divina; el lienzo más famoso se exhibe en la Tate…) que dio lugar en las tipologías gestuales al denominado caretus misticus ad receptionis divinorum advertentia, comúnmente abreviado en lo que se llama rostro mándeme pater, o, directamente, un mándemepater. Y ordenó en trance: Construiremos una Ciudad de Dios flotante tal como la describiera Agustín de Hipona. Trabajaremos sin descanso porque la consumación de los siglos es inminente y somos los elegidos para poblar la nueva Jerusalén.

Durante meses hombres, mujeres y niños se afanaron talando los bosques, amarrando troncos, almacenando en las bodegas de la nueva ciudad el trigo, la carne salada, la cerveza, alimentos y bebidas siempre escasos. Al mismo tiempo el gran surtidor continuaba lanzando al cielo su inacabable caño. Durante las noches, concluida la agotadora faena del día, un silencio imprevisto, misericordioso, inundaba la aldea. Entonces, sus habitantes, si aguzaban el oído, podían escuchar en la lejanía el rumor como de espantoso dragón, del agua brotando. El día de la botadura, la muchedumbre se fue arrastrando famélica por la pasarela hasta subir a bordo: ropas pardas hechas jirones, niños desdentados y medio calvos, mujeres y hombres que parecían de barro negro. El obispo elevó los brazos a Dios y exigió silencio. A lo lejos, como desde que empezó el fin del mundo, se escuchaba el rugido del surtidor. Y parecía más atronador, más amenazante: —Hijos míos, los hijos de Satán tienen los días contados—acercó la mano derecha a su oreja, abrió los ojos histriónicamente y desfiguró su petrificado rostro de todos los días hasta convertirlo en una máscara de terror. La gente se asustó y comenzó a sollozar y arrodillarse: —Soltad amarras y no temáis. El reino de Dios nos acogerá cuando se calmen las aguas.


A las pocas semanas el obispo había organizado cofradías de flagelantes que se pasaban los días enteros en cubierta: latigazos para atemperar el viciado ambiente de la claustrofóbica ciudad de dios, hierros candentes para aquellos que aún se atrevían a dejarse arrastrar por los pecados de la carne. Y, lentamente, los nuevos ciudadanos (noches de pesadillas: ¿cuándo acabaría de inundarse el mundo?; días en los que cualquier señal se convertía en un presagio de la aniquilación: el cadáver de un calamar gigante agarrado a las redes que se echaban a diario) se dispersaron en distintas herejías que el obispo intentó combatir sin éxito. Los más asustados sacaron un pretexto para la inmolación en las palabras de una niña que parloteaba mientras dormía: Somos corderos, blancos corderos en la boca del lobo—repetían los insomnes al obispo Martinus y éste, sin sospechar que atizaba el fuego de la locura, interpretó: —la niña es la portavoz del cielo y quiere decir que entre nosotros habita el lobo del pecado. Hemos de ser mansos y aceptar que nuestra carne, la putrefacta gusanera, sea devorada por este lobo para luego renacer como ángeles del cielo—a estas palabras los que lo rodeaban reaccionaron con gritos de Somos los cordero, somos los corderos y no tememos las garras, ni los colmillos de Satán. Y luego se agruparon en las bodegas donde permanecían en oración durante casi todo el tiempo. Días más tarde, un fuerte viento arrastró la Ciudad de Dios hacia la costa. La lluvia arreciaba y era difícil distinguir lo que había a escasos metros más allá de la superficie del agitado mar. Sin embargo, a pesar del ulular del viento entre antenas, mástiles y jarcias, fue creciendo el estruendo de la temible fuente, a la que se iban acercando sin poder evitarlo. —No temáis, hijos míos, si el buen Dios quiere que muramos engullidos por las bravas aguas, ese es su designio y lo aceptaremos con júbilo—Todos miraban sobrecogidos la columna de agua que caía desde las montañas. El obispo tocó algunas cabezas, bendijo con el báculo y, a la hora de dormir, todos se retiraron bajo cubierta, excepto la habitual guardia.


A cierta hora de la madrugada se oyó un grito de alarma: — ¡Padre, padre, salga ahora mismo!—un guardia con las manos en la cabeza recorrió los hediondos pasillos hasta encontrar la puerta de los aposentos del obispo. —Se van, Ilustrísima. Se van hacia la fuente—el obispo trataba de cubrirse el campanudo camisón con el sobrepelliz. Tenía el rostro abotagado, como si hubiera dormido a pata suelta y aún hubiera partes de su cuerpo en el camastro. El cielo había empezado a clarear, pero aún, a pocos metros de la cubierta, sólo eran visibles unas antorchas que bajaban y subían al ritmo del oleaje. El obispo tardó en comprender. Luego gritó: — ¡Volved, insensatos! ¡Sólo Dios decide la hora en que habremos de dar cuenta ante su divina presencia!— Repitió, invocó a los Padres de la Iglesia, describió los tormentos infernales de los suicidas, al tiempo que la cubierta se fue llenando del pueblo de dios. En la lejanía se oía: —Dios nos quiere en su seno y nosotros vamos hacia sus aguas purificadoras— —Por la autoridad que Dios me ha otorgado, os ordeno que volváis—el obispo estaba rojo, de sus labios volaban minúsculos murciélagos blancos de saliva. —No padre, ya podemos sentir las frescura del divino manantial—se oía a lo lejos. Las voces se fueron apagando y sólo quedó el silencio de la noche tras el gorgoteo uniforme de la enorme fuente. En cubierta, todos permanecieron a la espera durante minutos. Luego, el obispo ordenó que lo dejaran solo orando por la salvación de aquellos temerarios. Un rumor se extendió entre los que se iban retirando a las bodegas: —Seguro que el Buen Dios ya los tiene acogidos en su divino regazo—Y el obispo ya arrodillado y con los brazos en cruz intentaba disimular, miraba de reojo como si temiera que el apostolado para el que había sido elegido empezara a quedarse sin fuerzas.


Con las primeras luces del día, el obispo se incorporó y divisó nítidamente la fuente. La niebla había desaparecido y los rayos de un sol difuminado empezaban a clarearlo todo: el perfil de los altos acantilados, el torrente, casi de plata, del chorro cayendo incesante. El obispo se levantó y, entumecido por el relente, se volvió para encaminarse a sus aposentos. Entonces, los vio detrás, a muy escasos metros, en silencio. Quizás habían estado esperando todo el tiempo que duró su plegaria: -¿Qué ocurre?—Alzó la barbilla y esgrimió la aguileña nariz como si estuviera recordándoles a todos su autoridad. —Ilustrísima, las provisiones escasean y nuestros hijos lloran de hambre—hablaba el herrero, un fornido gigante aunque sin dientes y con el rostro deformado por las arrugas. —Oh, desheredados hijos de Eva, esas criaturas son el concupiscente fruto de vuestra infinita lujuria—el obispo había recuperado las fuerzas. Abrió las manos para acompañar sus primeras palabras. Luego, apretó el puño derecho y continuó: —Dios es el celestial pan que precisamos y lo hemos de recibir en la sagrada eucaristía. Y lo hemos de recibir puros de toda mácula; por eso yo soy el único que puede nutrirse con la sacra forma, con el cuerpo del santísimo Cristo. En mi cuerpo llevo el alimento divino y yo mismo soy el pan que os alimenta y os alimentará. Pero antes, pueblo aún corroído por los apremios mundanos, habréis de mortificaros y maceraros en el sufrimiento hasta purgar vuestras culpas. A ver, de rodillas… Padre, Padre—Las cabezas se giraron al mismo tiempo y el obispo se quedó con la boca abierta y los dedos, crispados. Una niña señalaba la superficie del mar, casi debajo de la tosca balaustrada. La gente se incorporó y, en una misma oleada, se asomó y comenzaron los gritos. Hombres y mujeres, rostros aterrados. Cruces hechas a golpe de nudillos en el pecho, perdón, perdón en una misma plegaria. El obispo se abrió paso. Iba molesto, contrariado, quizás sabía lo que flotaba en la superficie agitada del mar: ¿fardos o cuerpos? Porque primero vio los que parecían bolas pardas, envueltas en ropas aún enteras, de las que sobresalían brazos. Enseguida distinguió algunas cabezas, algunos rostros inexpresivos paralizados en un mismo rictus, abotagados. —Veis lo que ocurre cuando no se acata la voluntad divina—advirtió el obispo. Algunos gritaban nombres a los cadáveres que reconocían. —La fuente los ha tragado y hemos de considerarlo como voluntad de Dios. Nadie puede acelerar ni frenar el plan divino. Han recibido el justo castigo y seguro que se queman ya en las calderas del infierno.

Todos se quedaron en silencio. Los llantos cesaron. Las miradas estaban puestas en el obispo, que al momento comprendió. Había rostros que empezaban a mostrarse serios. Algunas bocas se apretaban en un incipiente gesto de rabia. Otras bocas habían desaparecido. Los labios se habían borrado. Se apretaban hasta formar un muro infranqueable para siempre. — ¡Arrodillaos, pecadores!—el obispo sabía que ahora tenía que gritar con fuerza. Su voz se convirtió en un rugido fantasmal. Había aprendido esa modulación en Palestina, en las cuevas de los ermitaños. Hombres barbudos y enclenques, que apenas se alimentaban, eran capaces de aterrorizar a partidas enteras de bandoleros con gritos de ultratumba. Abdomen flexible, gargantas de rumiantes y un repertorio de suplicios y maldiciones extraídos de venerables libros sagrados bastaban para ahuyentar a los más aguerridos. —A partir de este momento vais a conocer la ira de Dios. Penitencia perpetua, penitencia para limpiar esos corazones enfermos de ira y menosprecio por las decisiones del Padre.


Varios meses después los huesos mondados de Martinus el aguanoso yacían en el fondo de una marmita. Nadie puede explicar con certeza lo que ocurrió hasta que la Ciudad de Dios se disgregara. Algunos cronistas de la época escriben que la penitencia impuesta por el clérigo desató la ira de la gente que, lacerada, sangrante y alucinada, lo confundió con la sagrada eucaristía y lo devoró en un brutal festín. Pero este tipo de narraciones siempre distorsionan la realidad: sabemos que la fuente cesó de manar porque así lo recogen otras crónicas y además las autoridades decidieron construir un monumento en el lugar por dónde manaba el agua y del que sólo ha permanecido lo que parece el basamento, aunque algunos arqueólogos niegan la autenticidad del mismo (“simples piedras acumuladas para construir un corral de cabras”)


Otros cronistas, pertenecientes a órdenes religiosas más combativas, hablan de la ascensión de Martinus el aguanoso por la brava superficie del portentoso chorro como si subiera por una escalera celestial, sin que las aguas perturbaran su ánimo, hasta conseguir aplacarlas. Posteriormente, agotado por este colosal esfuerzo, el obispo habría fallecido en loor de santidad y rodeado por la Ciudad de Dios. Los cronistas refieren que sus últimas palabras fueron: el Supremo nos da una nueva oportunidad. Volved a vuestra aldea y contad los prodigios de los que habéis sido testigo.


Por último, otro significativo grupo de copistas aseguraron, en secretos cenobios, que fueron obligados a borrar la que fuera la verdadera historia de la muerte del obispo: Flaco por la penitencia y la vigilia permanente, el clérigo, una de esas madrugadas que acudía a la borda de la Ciudad de Dios, se desvaneció y cayó al agua. Nadie se percató del accidente. Los guardias lo buscaron inútilmente durante días sin que hubiera rastro ni de su persona, ni de sus sagradas prendas. Entonces, la fuente cesó de manar y una dulcísima primavera reverdeció los campos. La Ciudad de Dios estaba exhausta y deseosa de pisar tierra y así lo decidió en una lánguida asamblea popular. Sin el beatífico guía ya nada de aquello tenía sentido. Los niños recogieron sus toscos juguetes. Las mujeres, los escasos enseres, además de restañar las heridas después de tanta penitencia. Los hombres acumularon el resto de los bultos y recogieron los inútiles aparejos de pesca.


En uno de ellos, venía enganchado un enorme pez negro, deforme, de ojos grandes y turbios como cacerolas y de cuya frente pendía una especie de brazo con una bola amarillenta en el extremo. Parece un súcubo, exclamó alguien, acabemos con él y, de inmediato, lo abrieron en canal. Del interior emanó tal pestilencia que todos se cubrieron las narices y algunos hasta vomitaron los últimos fluidos que aún quedaban en sus famélicos estómagos. Sacaron un amasijo de peces y el cadáver, ya viscoso, del obispo.

Para prepararle un entierro a la altura de su dignidad, la Ciudad de Dios decidió descarnar sus huesos y guardarlos en una caja de madera finamente decorada con filigranas de oro. Luego, unos enviados trasladaron esta caja hasta el monasterio donde Martinus el aguanoso había recibido los hábitos muchas décadas atrás.


La estructura flotante de la Ciudad de Dios quedó abandonada en una playa y, una noche, una fuerte ventolera la arrastró mar adentro. Aún hoy hay gente que asegura que se la han encontrado a la deriva, pero parece poco probable al tratarse de una frágil estructura de madera. Sin duda, eran personas que la confundían con gigantescas medusas mutantes que han empezado a proliferar en los océanos tropicales por efecto de la contaminación química de los mares.



martes, 15 de marzo de 2011

LA OLA


Primero, una ola gigante, inimaginable se acerca a la playa. La gente, al principio, piensa que el rugido descomunal, las primeras gotas de esa ola gigante, inimaginable, no va con ellos o, acaso, es una pesadilla que están retransmitiendo por algún nuevo programa de esos que explotan la vida desgraciada de los más desgraciados. O bien se trata de la gran broma, la pesada broma cósmica, la broma de una superproducción del cine americano: piscinas enteras de agua acumulada que gracias a algún dispositivo controlado por tipos con cascos y móviles salta de pronto porque unas compuertas se abren electrónicamente y, entonces, avanza despiadada, aunque inocua (porque todo está bajo control de esos técnicos con cascos y arneses) una ola gigante, inimaginable, que se queda a escasos centímetros de sus sandalias, las de la gente que ahora, todavía no aterrorizada, mira ese horizonte en el que se levanta una ola gigante, inimaginable.

Pero la ola bate contra las montañas y los acantilados geológicamente más antiguos que cualquier obra prehistórica, lítica, homínida de la humanidad entera. Y esas montañas que llevan ahí sabe Dios cuánto tiempo (quizá en los libros de geología se podría precisar este punto) se desmoronan como una cucharada de cacao grueso en un vaso de leche caliente, se deshacen los picos, caen rocas al mar y producen unas torrenteras de espumas despiadadas que corren hacia el cielo, nublado, rojizo, pavoroso.

Se forma, pues, una muralla de barro blandengue, turbio, oscuro y rezagante como si fuera lava. Lentamente avanza y esa gente que aún confiaba que esa ola gigante, inimaginable sólo fuera una pesadilla más. Una pesadilla colectiva originada en lo más profundo de nuestras mentes. Un símbolo colectivo surgido en la noche de los tiempos, cuando el río se desbordaba, o realmente venía una ola gigantesca, inimaginable desde las profundidades del océano, y aterrados los monos caían de sus árboles, los monos eran arrastrados primero hacia el interior, contra piedras, troncos y otros animales ya ahogados, desventrados, pero conocidos. O al lado, codo con codo, con otras criaturas misteriosas venidas del fondo del mar, de grandes aletas o interminables tentáculos y ojos esféricos y también horrorizados.

No es una pesadilla, sino la realidad, que casi siempre supera a las pesadillas, y algunos, minúsculos, sólo visibles las piernas, emprenden una huida inútil porque piensan que esa muralla, que avanza lenta, majestuosa como si fuera una reina recorriendo el pasillo de una sala de audiencias, no los atrapará. Llevan a sus hijos en los brazos y podemos asegurar que fueron para nada sus esfuerzos, los abrazos que daban a sus criaturas despidiéndose de ellas.

Nos quedamos paralizados y el mar impone sus sonidos, los impone sobre los gritos de esa gente que por fin comprende que esa ola gigantesca, inimaginable ha surgido de la indiferencia del cosmos, de algún plan infinito que nadie llegará a comprender nunca, de una misericordia que nunca da explicaciones. Al fin y al cabo somos como unos jirones de esa divinidad adormecida, esas células moribundas que se desprenden de su infinita presencia.

Nos organizamos cuando el agua, por fin, se retira y la costa queda serena, con toneladas de basura flotando en la nueva orilla. Estoy dispuesto a cavar con mis manos si fuera necesario para salvar aunque sólo sea a uno de esa gente que aún grita bajo los escombros.

LOS NIÑOS DE ABAJO


En el pasillo de su casa (el mismo pasillo desde el que se puede ver la pared de la azotea, sólo un piso más arriba, con su torre, convertida ahora en trastero y letrina de gatos, que él imagina como altísima almena de castillo) el niño sujeta su nueva caja del Tente. Ciento de piezas de colores y de distintos tamaños. Puede construir aquello que se le venga a la cabeza. Por ejemplo, un autobús, su interior, con asientos por parejas y el gran butacón del chófer frente al volante gris y gigante, inabarcable y con rugosidades como las costillas de los dinosaurios. O también un fuerte en la frontera con los territorios comanches. O, más tarde o mañana, la casa que ellos tendrían porque la que está detrás, de la que acaba de salir con su nueva caja de Tente, sólo tiene una habitación. Su madre dice que hay casas más grandes, que tienen baño y que cada hijo tiene su dormitorio y cama propios. Por eso, muchas veces juega a que es un arquitecto y, en un papel cuadriculado o en la libreta de lomos azules que trajo su padre del trabajo, diseña a lápiz una primera versión de los planos de lo que sería esa nueva casa para él y su familia: una gran cocina para su madre, con lavadero aparte y una zona para poder planchar sin estrecheces (esa palabra la usa su madre) y un poyete en el que podría colocar el transistor a la hora de la radionovela. Un pasillo interminable en el que se abriría tres o cuatro puertas, las de los dormitorios. Y un baño, con patas como el que vio en la casa donde su madre fue criada durante un tiempo.

Saca el Tente y le quita el capuchón al viejo rotulador negro. Si juega solo, no hay nada que temer. Al final, cuando deshaga lo hecho, guardará todas las piezas. Las ordenará en sus compartimentos. Incluso piensa que sería posible separarlas por colores.
Pero ¿y si un día juega con los niños de abajo? Los ha visto desde la barandilla. Tienen dos o tres tambores de detergente llenos de soldaditos, camiones de guerra, tanques y piezas del Tente y el Exin Castillo. Querrán que él vacíe de golpe también su nueva caja, que mezcle sus piezas con las de ellos. Construirán trincheras, búnkeres, cuarteles generales. O una ciudad asediada y en ruina cuyas paredes sucumbirán bajo las cadenas de los tanques de plástico. La batalla de las Ardenas, El desembarco de Normandía. Ha visto esas películas en la televisión de la vecina y sabe que los niños de abajo siempre repiten, una y otra vez, las mismas batallas. A veces, los niños de abajo miran hacia arriba. Detienen la destrucción. Salen de la guerra y sus miradas recorren la grisura del patio, ascienden por entre las ropas tendidas y los cables eléctricos, por entre los barrotes oxidados y lo ven a él, el niño que vive en el segundo piso. Nunca le dicen nada, pero hablan entre ellos, susurran como si fueran de los servicios de inteligencia y estuvieran transmitiendo una orden secreta.

Bajar a jugar con los niños de abajo. En el patio. Pero su madre dice que la gente es muy cochambrosa y que no lo limpian. Además está el portón abierto y es peligroso porque está muy cerca de los coches. Y pasan los perros callejeros, las jaurías de perros sin dueño, encrespados, feroces. A menudo se cuelan en el patio atraídos por el olor de los cubos de basura.

Quizá alguna tarde de sábado podrá bajar y quedarse jugando hasta que se vean las primeras estrellas entre los cables de la azotea. A esa hora, por la oscuridad del portón, todos los días asoma un fantasma al que los niños de abajo se abrazan. Un hombre de pelo como esparto, cubierto de pies a cabeza con la blancura del yeso y manchurrones de cemento, que trae una colilla agarrada a las torcidas comisuras de los labios.

El niño se sienta en el pasillo. Escucha a los niños de abajo discutir sobre cómo avanzará la quinta división panzer. Coge la primera pieza del Tente y escribe sobre su superficie azul la letra inicial de su nombre. Luego, la mete en la caja. Después repite lo mismo con otra pieza y luego otra. No quisiera perder ni siquiera una pieza de su nuevo Tente el día que baje a jugar con los niños de abajo.