martes, 15 de marzo de 2011

LA OLA


Primero, una ola gigante, inimaginable se acerca a la playa. La gente, al principio, piensa que el rugido descomunal, las primeras gotas de esa ola gigante, inimaginable, no va con ellos o, acaso, es una pesadilla que están retransmitiendo por algún nuevo programa de esos que explotan la vida desgraciada de los más desgraciados. O bien se trata de la gran broma, la pesada broma cósmica, la broma de una superproducción del cine americano: piscinas enteras de agua acumulada que gracias a algún dispositivo controlado por tipos con cascos y móviles salta de pronto porque unas compuertas se abren electrónicamente y, entonces, avanza despiadada, aunque inocua (porque todo está bajo control de esos técnicos con cascos y arneses) una ola gigante, inimaginable, que se queda a escasos centímetros de sus sandalias, las de la gente que ahora, todavía no aterrorizada, mira ese horizonte en el que se levanta una ola gigante, inimaginable.

Pero la ola bate contra las montañas y los acantilados geológicamente más antiguos que cualquier obra prehistórica, lítica, homínida de la humanidad entera. Y esas montañas que llevan ahí sabe Dios cuánto tiempo (quizá en los libros de geología se podría precisar este punto) se desmoronan como una cucharada de cacao grueso en un vaso de leche caliente, se deshacen los picos, caen rocas al mar y producen unas torrenteras de espumas despiadadas que corren hacia el cielo, nublado, rojizo, pavoroso.

Se forma, pues, una muralla de barro blandengue, turbio, oscuro y rezagante como si fuera lava. Lentamente avanza y esa gente que aún confiaba que esa ola gigante, inimaginable sólo fuera una pesadilla más. Una pesadilla colectiva originada en lo más profundo de nuestras mentes. Un símbolo colectivo surgido en la noche de los tiempos, cuando el río se desbordaba, o realmente venía una ola gigantesca, inimaginable desde las profundidades del océano, y aterrados los monos caían de sus árboles, los monos eran arrastrados primero hacia el interior, contra piedras, troncos y otros animales ya ahogados, desventrados, pero conocidos. O al lado, codo con codo, con otras criaturas misteriosas venidas del fondo del mar, de grandes aletas o interminables tentáculos y ojos esféricos y también horrorizados.

No es una pesadilla, sino la realidad, que casi siempre supera a las pesadillas, y algunos, minúsculos, sólo visibles las piernas, emprenden una huida inútil porque piensan que esa muralla, que avanza lenta, majestuosa como si fuera una reina recorriendo el pasillo de una sala de audiencias, no los atrapará. Llevan a sus hijos en los brazos y podemos asegurar que fueron para nada sus esfuerzos, los abrazos que daban a sus criaturas despidiéndose de ellas.

Nos quedamos paralizados y el mar impone sus sonidos, los impone sobre los gritos de esa gente que por fin comprende que esa ola gigantesca, inimaginable ha surgido de la indiferencia del cosmos, de algún plan infinito que nadie llegará a comprender nunca, de una misericordia que nunca da explicaciones. Al fin y al cabo somos como unos jirones de esa divinidad adormecida, esas células moribundas que se desprenden de su infinita presencia.

Nos organizamos cuando el agua, por fin, se retira y la costa queda serena, con toneladas de basura flotando en la nueva orilla. Estoy dispuesto a cavar con mis manos si fuera necesario para salvar aunque sólo sea a uno de esa gente que aún grita bajo los escombros.

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