Durante meses hombres, mujeres y niños se afanaron talando los bosques, amarrando troncos, almacenando en las bodegas de la nueva ciudad el trigo, la carne salada, la cerveza, alimentos y bebidas siempre escasos. Al mismo tiempo el gran surtidor continuaba lanzando al cielo su inacabable caño. Durante las noches, concluida la agotadora faena del día, un silencio imprevisto, misericordioso, inundaba la aldea. Entonces, sus habitantes, si aguzaban el oído, podían escuchar en la lejanía el rumor como de espantoso dragón, del agua brotando. El día de la botadura, la muchedumbre se fue arrastrando famélica por la pasarela hasta subir a bordo: ropas pardas hechas jirones, niños desdentados y medio calvos, mujeres y hombres que parecían de barro negro. El obispo elevó los brazos a Dios y exigió silencio. A lo lejos, como desde que empezó el fin del mundo, se escuchaba el rugido del surtidor. Y parecía más atronador, más amenazante: —Hijos míos, los hijos de Satán tienen los días contados—acercó la mano derecha a su oreja, abrió los ojos histriónicamente y desfiguró su petrificado rostro de todos los días hasta convertirlo en una máscara de terror. La gente se asustó y comenzó a sollozar y arrodillarse: —Soltad amarras y no temáis. El reino de Dios nos acogerá cuando se calmen las aguas.
A las pocas semanas el obispo había organizado cofradías de flagelantes que se pasaban los días enteros en cubierta: latigazos para atemperar el viciado ambiente de la claustrofóbica ciudad de dios, hierros candentes para aquellos que aún se atrevían a dejarse arrastrar por los pecados de la carne. Y, lentamente, los nuevos ciudadanos (noches de pesadillas: ¿cuándo acabaría de inundarse el mundo?; días en los que cualquier señal se convertía en un presagio de la aniquilación: el cadáver de un calamar gigante agarrado a las redes que se echaban a diario) se dispersaron en distintas herejías que el obispo intentó combatir sin éxito. Los más asustados sacaron un pretexto para la inmolación en las palabras de una niña que parloteaba mientras dormía: Somos corderos, blancos corderos en la boca del lobo—repetían los insomnes al obispo Martinus y éste, sin sospechar que atizaba el fuego de la locura, interpretó: —la niña es la portavoz del cielo y quiere decir que entre nosotros habita el lobo del pecado. Hemos de ser mansos y aceptar que nuestra carne, la putrefacta gusanera, sea devorada por este lobo para luego renacer como ángeles del cielo—a estas palabras los que lo rodeaban reaccionaron con gritos de Somos los cordero, somos los corderos y no tememos las garras, ni los colmillos de Satán. Y luego se agruparon en las bodegas donde permanecían en oración durante casi todo el tiempo. Días más tarde, un fuerte viento arrastró la Ciudad de Dios hacia la costa. La lluvia arreciaba y era difícil distinguir lo que había a escasos metros más allá de la superficie del agitado mar. Sin embargo, a pesar del ulular del viento entre antenas, mástiles y jarcias, fue creciendo el estruendo de la temible fuente, a la que se iban acercando sin poder evitarlo. —No temáis, hijos míos, si el buen Dios quiere que muramos engullidos por las bravas aguas, ese es su designio y lo aceptaremos con júbilo—Todos miraban sobrecogidos la columna de agua que caía desde las montañas. El obispo tocó algunas cabezas, bendijo con el báculo y, a la hora de dormir, todos se retiraron bajo cubierta, excepto la habitual guardia.
A cierta hora de la madrugada se oyó un grito de alarma: — ¡Padre, padre, salga ahora mismo!—un guardia con las manos en la cabeza recorrió los hediondos pasillos hasta encontrar la puerta de los aposentos del obispo. —Se van, Ilustrísima. Se van hacia la fuente—el obispo trataba de cubrirse el campanudo camisón con el sobrepelliz. Tenía el rostro abotagado, como si hubiera dormido a pata suelta y aún hubiera partes de su cuerpo en el camastro. El cielo había empezado a clarear, pero aún, a pocos metros de la cubierta, sólo eran visibles unas antorchas que bajaban y subían al ritmo del oleaje. El obispo tardó en comprender. Luego gritó: — ¡Volved, insensatos! ¡Sólo Dios decide la hora en que habremos de dar cuenta ante su divina presencia!— Repitió, invocó a los Padres de la Iglesia, describió los tormentos infernales de los suicidas, al tiempo que la cubierta se fue llenando del pueblo de dios. En la lejanía se oía: —Dios nos quiere en su seno y nosotros vamos hacia sus aguas purificadoras— —Por la autoridad que Dios me ha otorgado, os ordeno que volváis—el obispo estaba rojo, de sus labios volaban minúsculos murciélagos blancos de saliva. —No padre, ya podemos sentir las frescura del divino manantial—se oía a lo lejos. Las voces se fueron apagando y sólo quedó el silencio de la noche tras el gorgoteo uniforme de la enorme fuente. En cubierta, todos permanecieron a la espera durante minutos. Luego, el obispo ordenó que lo dejaran solo orando por la salvación de aquellos temerarios. Un rumor se extendió entre los que se iban retirando a las bodegas: —Seguro que el Buen Dios ya los tiene acogidos en su divino regazo—Y el obispo ya arrodillado y con los brazos en cruz intentaba disimular, miraba de reojo como si temiera que el apostolado para el que había sido elegido empezara a quedarse sin fuerzas.
Todos se quedaron en silencio. Los llantos cesaron. Las miradas estaban puestas en el obispo, que al momento comprendió. Había rostros que empezaban a mostrarse serios. Algunas bocas se apretaban en un incipiente gesto de rabia. Otras bocas habían desaparecido. Los labios se habían borrado. Se apretaban hasta formar un muro infranqueable para siempre. — ¡Arrodillaos, pecadores!—el obispo sabía que ahora tenía que gritar con fuerza. Su voz se convirtió en un rugido fantasmal. Había aprendido esa modulación en Palestina, en las cuevas de los ermitaños. Hombres barbudos y enclenques, que apenas se alimentaban, eran capaces de aterrorizar a partidas enteras de bandoleros con gritos de ultratumba. Abdomen flexible, gargantas de rumiantes y un repertorio de suplicios y maldiciones extraídos de venerables libros sagrados bastaban para ahuyentar a los más aguerridos. —A partir de este momento vais a conocer la ira de Dios. Penitencia perpetua, penitencia para limpiar esos corazones enfermos de ira y menosprecio por las decisiones del Padre.
Varios meses después los huesos mondados de Martinus el aguanoso yacían en el fondo de una marmita. Nadie puede explicar con certeza lo que ocurrió hasta que la Ciudad de Dios se disgregara. Algunos cronistas de la época escriben que la penitencia impuesta por el clérigo desató la ira de la gente que, lacerada, sangrante y alucinada, lo confundió con la sagrada eucaristía y lo devoró en un brutal festín. Pero este tipo de narraciones siempre distorsionan la realidad: sabemos que la fuente cesó de manar porque así lo recogen otras crónicas y además las autoridades decidieron construir un monumento en el lugar por dónde manaba el agua y del que sólo ha permanecido lo que parece el basamento, aunque algunos arqueólogos niegan la autenticidad del mismo (“simples piedras acumuladas para construir un corral de cabras”)
Otros cronistas, pertenecientes a órdenes religiosas más combativas, hablan de la ascensión de Martinus el aguanoso por la brava superficie del portentoso chorro como si subiera por una escalera celestial, sin que las aguas perturbaran su ánimo, hasta conseguir aplacarlas. Posteriormente, agotado por este colosal esfuerzo, el obispo habría fallecido en loor de santidad y rodeado por la Ciudad de Dios. Los cronistas refieren que sus últimas palabras fueron: el Supremo nos da una nueva oportunidad. Volved a vuestra aldea y contad los prodigios de los que habéis sido testigo.
Por último, otro significativo grupo de copistas aseguraron, en secretos cenobios, que fueron obligados a borrar la que fuera la verdadera historia de la muerte del obispo: Flaco por la penitencia y la vigilia permanente, el clérigo, una de esas madrugadas que acudía a la borda de la Ciudad de Dios, se desvaneció y cayó al agua. Nadie se percató del accidente. Los guardias lo buscaron inútilmente durante días sin que hubiera rastro ni de su persona, ni de sus sagradas prendas. Entonces, la fuente cesó de manar y una dulcísima primavera reverdeció los campos. La Ciudad de Dios estaba exhausta y deseosa de pisar tierra y así lo decidió en una lánguida asamblea popular. Sin el beatífico guía ya nada de aquello tenía sentido. Los niños recogieron sus toscos juguetes. Las mujeres, los escasos enseres, además de restañar las heridas después de tanta penitencia. Los hombres acumularon el resto de los bultos y recogieron los inútiles aparejos de pesca.
Para prepararle un entierro a la altura de su dignidad, la Ciudad de Dios decidió descarnar sus huesos y guardarlos en una caja de madera finamente decorada con filigranas de oro. Luego, unos enviados trasladaron esta caja hasta el monasterio donde Martinus el aguanoso había recibido los hábitos muchas décadas atrás.
La estructura flotante de la Ciudad de Dios quedó abandonada en una playa y, una noche, una fuerte ventolera la arrastró mar adentro. Aún hoy hay gente que asegura que se la han encontrado a la deriva, pero parece poco probable al tratarse de una frágil estructura de madera. Sin duda, eran personas que la confundían con gigantescas medusas mutantes que han empezado a proliferar en los océanos tropicales por efecto de la contaminación química de los mares.
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