En el pasillo de su casa (el mismo pasillo desde el que se puede ver la pared de la azotea, sólo un piso más arriba, con su torre, convertida ahora en trastero y letrina de gatos, que él imagina como altísima almena de castillo) el niño sujeta su nueva caja del Tente. Ciento de piezas de colores y de distintos tamaños. Puede construir aquello que se le venga a la cabeza. Por ejemplo, un autobús, su interior, con asientos por parejas y el gran butacón del chófer frente al volante gris y gigante, inabarcable y con rugosidades como las costillas de los dinosaurios. O también un fuerte en la frontera con los territorios comanches. O, más tarde o mañana, la casa que ellos tendrían porque la que está detrás, de la que acaba de salir con su nueva caja de Tente, sólo tiene una habitación. Su madre dice que hay casas más grandes, que tienen baño y que cada hijo tiene su dormitorio y cama propios. Por eso, muchas veces juega a que es un arquitecto y, en un papel cuadriculado o en la libreta de lomos azules que trajo su padre del trabajo, diseña a lápiz una primera versión de los planos de lo que sería esa nueva casa para él y su familia: una gran cocina para su madre, con lavadero aparte y una zona para poder planchar sin estrecheces (esa palabra la usa su madre) y un poyete en el que podría colocar el transistor a la hora de la radionovela. Un pasillo interminable en el que se abriría tres o cuatro puertas, las de los dormitorios. Y un baño, con patas como el que vio en la casa donde su madre fue criada durante un tiempo.
Saca el Tente y le quita el capuchón al viejo rotulador negro. Si juega solo, no hay nada que temer. Al final, cuando deshaga lo hecho, guardará todas las piezas. Las ordenará en sus compartimentos. Incluso piensa que sería posible separarlas por colores.
Pero ¿y si un día juega con los niños de abajo? Los ha visto desde la barandilla. Tienen dos o tres tambores de detergente llenos de soldaditos, camiones de guerra, tanques y piezas del Tente y el Exin Castillo. Querrán que él vacíe de golpe también su nueva caja, que mezcle sus piezas con las de ellos. Construirán trincheras, búnkeres, cuarteles generales. O una ciudad asediada y en ruina cuyas paredes sucumbirán bajo las cadenas de los tanques de plástico. La batalla de las Ardenas, El desembarco de Normandía. Ha visto esas películas en la televisión de la vecina y sabe que los niños de abajo siempre repiten, una y otra vez, las mismas batallas. A veces, los niños de abajo miran hacia arriba. Detienen la destrucción. Salen de la guerra y sus miradas recorren la grisura del patio, ascienden por entre las ropas tendidas y los cables eléctricos, por entre los barrotes oxidados y lo ven a él, el niño que vive en el segundo piso. Nunca le dicen nada, pero hablan entre ellos, susurran como si fueran de los servicios de inteligencia y estuvieran transmitiendo una orden secreta.
Bajar a jugar con los niños de abajo. En el patio. Pero su madre dice que la gente es muy cochambrosa y que no lo limpian. Además está el portón abierto y es peligroso porque está muy cerca de los coches. Y pasan los perros callejeros, las jaurías de perros sin dueño, encrespados, feroces. A menudo se cuelan en el patio atraídos por el olor de los cubos de basura.
Quizá alguna tarde de sábado podrá bajar y quedarse jugando hasta que se vean las primeras estrellas entre los cables de la azotea. A esa hora, por la oscuridad del portón, todos los días asoma un fantasma al que los niños de abajo se abrazan. Un hombre de pelo como esparto, cubierto de pies a cabeza con la blancura del yeso y manchurrones de cemento, que trae una colilla agarrada a las torcidas comisuras de los labios.
El niño se sienta en el pasillo. Escucha a los niños de abajo discutir sobre cómo avanzará la quinta división panzer. Coge la primera pieza del Tente y escribe sobre su superficie azul la letra inicial de su nombre. Luego, la mete en la caja. Después repite lo mismo con otra pieza y luego otra. No quisiera perder ni siquiera una pieza de su nuevo Tente el día que baje a jugar con los niños de abajo.
Saca el Tente y le quita el capuchón al viejo rotulador negro. Si juega solo, no hay nada que temer. Al final, cuando deshaga lo hecho, guardará todas las piezas. Las ordenará en sus compartimentos. Incluso piensa que sería posible separarlas por colores.
Pero ¿y si un día juega con los niños de abajo? Los ha visto desde la barandilla. Tienen dos o tres tambores de detergente llenos de soldaditos, camiones de guerra, tanques y piezas del Tente y el Exin Castillo. Querrán que él vacíe de golpe también su nueva caja, que mezcle sus piezas con las de ellos. Construirán trincheras, búnkeres, cuarteles generales. O una ciudad asediada y en ruina cuyas paredes sucumbirán bajo las cadenas de los tanques de plástico. La batalla de las Ardenas, El desembarco de Normandía. Ha visto esas películas en la televisión de la vecina y sabe que los niños de abajo siempre repiten, una y otra vez, las mismas batallas. A veces, los niños de abajo miran hacia arriba. Detienen la destrucción. Salen de la guerra y sus miradas recorren la grisura del patio, ascienden por entre las ropas tendidas y los cables eléctricos, por entre los barrotes oxidados y lo ven a él, el niño que vive en el segundo piso. Nunca le dicen nada, pero hablan entre ellos, susurran como si fueran de los servicios de inteligencia y estuvieran transmitiendo una orden secreta.
Bajar a jugar con los niños de abajo. En el patio. Pero su madre dice que la gente es muy cochambrosa y que no lo limpian. Además está el portón abierto y es peligroso porque está muy cerca de los coches. Y pasan los perros callejeros, las jaurías de perros sin dueño, encrespados, feroces. A menudo se cuelan en el patio atraídos por el olor de los cubos de basura.
Quizá alguna tarde de sábado podrá bajar y quedarse jugando hasta que se vean las primeras estrellas entre los cables de la azotea. A esa hora, por la oscuridad del portón, todos los días asoma un fantasma al que los niños de abajo se abrazan. Un hombre de pelo como esparto, cubierto de pies a cabeza con la blancura del yeso y manchurrones de cemento, que trae una colilla agarrada a las torcidas comisuras de los labios.
El niño se sienta en el pasillo. Escucha a los niños de abajo discutir sobre cómo avanzará la quinta división panzer. Coge la primera pieza del Tente y escribe sobre su superficie azul la letra inicial de su nombre. Luego, la mete en la caja. Después repite lo mismo con otra pieza y luego otra. No quisiera perder ni siquiera una pieza de su nuevo Tente el día que baje a jugar con los niños de abajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario