miércoles, 5 de noviembre de 2008

Los mansos de corazón


ANTEPASADOS

I

Casa de las abuelas,
oxidada llave entre el jazmín,
El recinto se ofrece como un libro.


I I

Huesos cetrinos nos redimen,
Sonríen un callado calendario.
Salieron medrosos en el cine
de la blanca tersura de la nada.

No tuvieron pan, no tuvieron vino.
No hubo respiro, ni palabras.
Su fina tierra
tizna las alas de las olas
y juguetona se aposenta
en la lasca dormida
de mi puerta.

I I I

Casa de los mansos,
Sillas de eneas.

En el zaguán.
Al sol de la sierra.

El viento sestea en los jazmines.
Un titán fuma su pitillo
y descifra los riscos verticales
que anduvo en otros tiempos
para libar las hogazas arteriales
de las ubres.

Dentro de la casa
los muros se deshacen
por el peso olvidado
de las fotos amarillas.

Esas son las que repiten
el empacho de las puertas,
de quicios o alacenas,
o lebrillos, o tenazas
o cafeteras oxidadas
donde florece la albahaca.

Nada de eso ya perdura,
ni siquiera es quincalla
de fantasmas.

Hoy los niños cabecean
en las canas de un latido.

Entonces, pálidos,
hambrientos y huesudos,
tiesos, además, como velas,
alumbraban con sus llantos
el duelo venerable
de los viejos.

Como volutas de humo arcaico
levitaban allá los niños
y tenían los ojos bien puestos
en los negros zapatones
de un difunto.

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