lunes, 1 de diciembre de 2008

OHARU, pequeña piedra


OHARU, pequeña piedra

Oharu entró de criada en aquella casa con apenas catorce años. Su señor la encontró un atardecer a la orilla de un riachuelo. Se escondía la muchacha detrás de unas descomunales rocas. El caballero se acercó. Llevaba sus armas de guerra y parecía feroz y cansado. El escudo, la lanza y el sable se cruzaban en la grupa de su caballo y daban al conjunto (hombre, caballo, armas) el aspecto de un dragón de metal. Ella lo miró con ojos de pánico, agachó la cabeza y se postró.
—Levántate—le ordenó. Oharu tenía una larga melena negra. Mientras trabajaba en los campos siempre la llevaba recogida. Terminada la jornada, iba al arroyo a bañarse y a peinarse sin prisas.
—Acércate. ¿Qué haces aquí?—Oharu no se movió. Sus mandíbulas temblaban, no podía hablar.
—Responde—el señor estaba enfadado, impaciente. De fondo se oía el arroyo y el chapoteo intermitente de los cascos del caballo.
—Mi señor, mi señor—repetía con un hilo de voz.

El caballero la miró de arriba abajo.
—Eres hermosa—sonrió y continuó como en un susurro—pequeña piedra.
Miró fijamente sus labios, todavía frescos, inocentes.
—Te voy a quitar esos andrajos, serás criada de mi esposa.
Entonces descendió del caballo, se acercó hasta ella, la agarró de las muñecas y la violó entre aquellas piedras.
Le dijo:
—No cuentes esto a nadie o acabaré con los tuyos. Arréglate y avisa a tu familia. Tienen suerte. Su hija va a servir a un gran señor.


Oharu aprendió a tejer, a cantar y a tañer instrumentos musicales. Tenía que permanecer en silencio y obedecer sin rechistar las órdenes de sus señores. En su rostro, más pálido que cuando trabajaba a la intemperie, se había dibujado un gesto forzado y anodino. Cuando se movía delante de los señores todas las criadas parecían escondidas tras esas máscaras de diligencia y sumisión. Después, en las cocinas, en las estancias que todas compartían, cada una se mostraba tal como era: rabiosa, cínica, melancólica, ingenua, malvada.

En una ocasión, en los primeros días de estar allí, una de las criadas se acercó a Oharu y le espetó:
—La pequeña piedra, el nuevo capricho del cerdo sobón. Ya, ya irá a visitarte cuando la señora se descuide—lo dijo en voz baja y ardiente. Era una muchacha mayor que ella. Se llamaba Izumi. A Oharu le parecía la más hermosa y elegante de todas. En cada ritual diario (la comida, el té) sus movimientos resultaban medidos y suaves. Cuando entonaba alguna canción todos se dejaban llevar por la emoción de las letras y siempre había alguna muchacha que derramaba una lágrima.
Al decirle aquello, Oharu observó que el rostro apacible y sereno de la muchacha se había deformado horriblemente en una mueca de desprecio.
Algunas arrugas ocultas afloraron en el cuello y en torno a sus ojos. Los ojos le brillaban turbios.
—Sucia campesina, no te hagas ilusiones. En el corazón del señor sólo hay una reina—Usaba las mismas palabras que había en sus canciones pero con un tonillo venenoso, arrastrando los sonidos para arañar en el alma. Trincó a Oharu por los cabellos y la arrastró hasta tirarla al suelo.
—Estás advertida—gritó. Las otras criadas, cabizbajas y en silencio se dispersaron por la cocina.
—Ya estáis advertidas todas—repitió. Durante unos segundos no hubo ruido, ni movimientos. Oharu lloraba en el suelo, con su peinado deshecho y la cara enrojecida. Alguna se agachó para ayudarla a ponerse en pie. El resto siguió con su trabajo.

Durante unas semanas Oharu dejó de comer. Quería volver a su aldea, con los suyos. Sus nervios estaban tan alterados que en una ocasión se desmayó.
Fue a la hora de la comida. Las criadas servían rápidas y con pasos leves. Apenas se oía el roce de sus ropajes. Nunca cruzaban la mirada con la de los señores. Oharu se acercó a llevar unos platos. Primero, se dirigió al señor. Con cuidado dejó un cuenco de verduras sobre la mesa. Entonces, muy suave, sintió una húmeda calidez en su muñeca izquierda. Vio la áspera mano del señor ahora reptando por su manga hasta alcanzar su codo. No se movió. Cada centímetro de su piel se estremecía con aquella viscosidad de lagarto. No alzó la mirada. Su corazón latía angustiado.
Luego, se acercó a la señora. Apoyados en la mesa, Oharu pudo ver unos puños apretados y fieros como cabezas de serpientes. Quiso dejar un tazón de arroz sobre la mesa pero sus manos temblaban y estuvo a punto de derramarlo.
—Necia—escuchó. Era la primera vez que la señora le dirigía la palabra.
—Mujer, no insultes a la muchacha—el señor habló con tono conciliador, baboso.
--¿Por qué la defiendes?
Oharu sentía sus piernas cada vez más débiles. Se asfixiaba. Sus ojos se nublaron y se cayó.

Cuando despertó estaba en las estancias reservadas a las criadas. Era de noche y apenas se podía ver. Desde el jardín, a través de la celosía, penetraba la luz de la luna, que iluminaba levemente uno de los rincones. Oharu distinguió una forma oscura en la penumbra. Sabía que era la señora. La silueta de la cabeza, su quietud orante eran inconfundibles. Presentía que la estaba mirando con sus ojos de hielo, con esa mirada de muerta que tanto atemorizaba a todas las criadas. Sintió frío y se acurrucó.
—Al fin has despertado. Espero que no estés enferma. Mañana hay mucho trabajo—Oharu se incorporó hasta quedar sentada.
—Mi señora, sólo tengo frío.
La señora continuó como si no la hubiera escuchado:
—Ya sabes que el señor es muy poderoso. Él te trajo hasta aquí y debes estar agradecida.
La sombra se levantó y se acercó. Cuando estuvo a un palmo de la muchacha se detuvo y se arrodilló. Oharu entonces distinguió los rasgos de su cara. Y, por primera vez, vio de cerca sus ojos. Al principio, parecían lejanos, ocultos tras sucesivos parapetos de altivez y frialdad. Pero, a medida que transcurrían los segundos, la muchacha creyó adivinar una súplica en ellos. Aquella era una mirada rota, rendida por un temor indefinible; sus ojeras azulencas delataban noches de insomnio, de obsesiones y pesadillas.
—Tú eres joven y hermosa—continuó con tono impersonal—y no será difícil encontrar un esposo para ti. —Permaneció callada un momento. Los labios y la barbilla le temblaban y en sus ojos el brillo se intensificó.
—No permitas que el señor mancille tu honra. Él es mi esposo, es mi esposo, mi esposo y yo merezco respeto. —Se levantó. Ahora parecía furiosa, acaso arrepentida de haber pronunciado aquellas palabras. De espaldas, antes de salir de la estancia, añadió:
—Si me entero de algún rumor, terminarás en la calle como un perro y ya sabes que a las deshonradas no las quieren ni en sus familias.
Entonces salió de la estancia como una ráfaga de aire.


Una noche de verano hacía un calor asfixiante y pegajoso. Al otro lado de las paredes, en el jardín, se oía el rumor permanente del estanque y por todos los rincones había un perfume insano y lastimoso. Los señores dormían inquietos. Unas fiebres altísimas consumían a la señora desde varios días atrás. Se quejaba de dolores indefinidos a los que los médicos no encontraban remedio. El señor se esforzaba por no perder los nervios; pero, a veces, a mitad de la noche, se levantaba iracundo harto de tantos gemidos.

Muy cerca las criadas descansaban en sus estancias. Se abanicaban, dormitaban, se peinaban las unas a las otras. Intentaban refrescarse con paños húmedos.
Oharu aprendía caligrafía. Mojaba el pincel en la tinta y trazaba distintas palabras: esperanza, pájaro, confianza. A la luz de las lámparas su sombra agrandada vigilaba desde las paredes como una gigantesca muñeca.
—Criadas, criadas—el señor gritó. Todas saltaron rápidas y se arremolinaron para salir. En la puerta de su alcoba el señor esperaba despeinado y enfurecido. Tenía el rostro abotagado y se rascaba la prominente barriga.
—A ver, Oharu, que entre Oharu. La señora lleva toda la noche repitiendo ese nombre.
Las criadas se miraron. Algunas disimulaban una sonrisa. Abrieron un pasillo y Oharu avanzó despacio, con la mirada en el suelo. Casi rozó al señor al pasar a su lado. Sintió un olor denso a sobaquina. Sabía que la miraban y un escalofrío recorrió su espalda antes de perderse en la habitación a oscuras.
Poco a poco se acostumbró a la escasa luz de una lámpara minúscula.
En el centro de la habitación vio un bulto encogido que respiraba con dificultad. Se acercó. De entre las sábanas sólo sobresalía la cabeza de la señora. El rostro parecía hinchado y los ojos eran como dos heridas moradas. Con un paño húmedo Oharu le refrescó las sienes y los labios. La señora ronroneaba como un gato moribundo. Sus párpados se contraían perdidos en un sueño inquieto y lleno de sombras veloces.
Oharu sentía sus gotas de sudor que avanzaban como ratones por la espalda. Presentía la mirada cavernosa y fecal del señor relamiéndole el cogote. Se escuchó el roce de unas ropas y los pasos sordos de unos pies desnudos. El ambiente se adensó con la proximidad de otro cuerpo.
—Pequeña piedra, pequeña piedra—gemía el señor en un áspero susurro de ofidio. Oharu sintió unas manos que la agarraban por la cintura y pretendían deshacer sus ropajes. Apretó los dientes furiosa:
—La señora—dijo con un hilo de voz. Quiso llorar, gritar, patalear. Quiso atravesar todas aquellas puertas y muros y perderse en el campo, lavarse en el arroyo cercano a su aldea.
Se tragó la rabia e intentó zafarse sin hacer ruido.
—No le niegues este servicio a tu señor. —Sus garras rompieron el quimono de la muchacha y ya buscaban la piel. Oharu sintió que se hundía en un barreño de sanguijuelas. Una saliva viscosa empapaba ya su cuello.
—Mi señor, la señora, la señora. —repetía al tiempo que disimulaba su llanto.
A cada movimiento los dos iban adentrándose en la zona más oscura de la habitación. Oharu mantenía sus brazos extendidos y rígidos como si intentara salir de un río cenagoso y revuelto. Él restregaba su barriga contra la muchacha apretando y aflojando los brazos. Tenía las piernas muy abiertas y dejaba caer todo su peso sobre Oharu para hacerla caer de bruces. En la oscuridad sólo se oían los quejidos de la señora y los rumores sordos del forcejeo: jadeos cortos, golpes en la madera, gruñidos entrecortados.
Para Oharu el mundo se eternizó en esa lucha: segundos resignados se volvían macizos como moles de carne. La oscuridad y el vacío eran los de miles profundas cuevas sin final.
El señor estaba jadeante, agotado. Soltó a la muchacha y se apoyó en la pared. Oharu se dejó caer de rodillas. Lloraba en silencio intentando recomponer sus ropajes rotos. Al otro lado del tabique se oyeron débiles risitas y, luego, el sonido ascendente de unas patadas.
Alguien, de golpe, descorrió la puerta. En la penumbra varias sombras pasaron veloces, pero una permaneció en el quicio detenida.
--¿Quién se atreve?—gritó el señor. La sombra se lanzó contra Oharu y empezó a golpearla.
—Sucia campesina, te voy a dejar sin pelo—reconoció la voz de Izumi. En la cabeza empezó a sentir la frialdad de un metal, que iba y venía. Oharu intentó escapar braceando, ya casi desnuda, con los despojos de su quimono en una mano.
—Malditas criadas, habéis despertado a la señora con vuestras disputas. —gritó el señor. Por el hueco de la puerta revoloteaban las otras muchachas.

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--¿No tienen los señores un poco de vino?—la mujer acerca un cuenco. Se muestra sensual, pero los tres hombres siguen con su comida. La taberna siempre ha sido sucia. Hay humo y basura por todas partes.
—Déjanos en paz, vieja. Hueles a vieja y a vino—grita uno de los hombres; los otros se ríen.
—No soy tan vieja. Mis pechos aún son firmes—la mujer abre un poco el escote de su vestido.
—Puta desvergonzada, vete de aquí.
Los hombres la miran serios. Han dejado de comer. Apenas hay alguien más en la taberna.
—Por favor, un poco de vino. Aún soy hermosa, siempre lo fui y sé cantar.
Uno de los hombres se levanta, la agarra del brazo y la arroja a la calle. Oharu cae en el barro y en el charco ve su rostro. Tiene algunas arrugas y sus largos cabellos negros empiezan a estar veteados de canas. Una mano le aprieta el hombro:
—Muchacha, ¿Qué te ha pasado?—una anciana mendiga, desdentada, maloliente, la ayuda a levantarse y le limpia la cara.
—Ven conmigo, tengo algo de comida.
























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