En resumen, para no cansaros con
detalles que no vienen al caso, os diré que la muchacha se llamaba, y quizá
todavía se llame, Tarsiana. Cuando mis compañeros la salvaron, llevaba un sayo
como el que visten los monjes franciscanos y abrazaba, con las pocas fuerzas
que le quedaban, un laúd. En poco tiempo se recuperó de sus heridas y de la falta
de alimentos y agua. Una mañana se
levantó y empezó a hablar por los codos en una lengua que nadie entendía. Con
aspavientos y onomatopeyas, la muchacha repetía una única palabra comprensible:
Roma, Roma. Y entonces no fue difícil
comprender que se dirigía hacia allí cuando su barco naufragó.
Por más que los muchachos lo
intentaron, resultó inútil sacar en claro algo de sus interminables monólogos.
A veces prorrumpía en largas llantinas que nadie sabía cómo sofocar.
Al cabo de cierto tiempo la
tripulación se había acostumbrado a la presencia de la muchacha, que era
protegida y agasajada por todos. Cuando el submarino emergía para renovar sus
reservas de oxígenos, era la primera que salía por la escotilla. Aspiraba el
aire con fuerza y se dirigía a popa, donde se sentaba a contemplar el
horizonte.
El capitán y sus oficiales
discutían a menudo qué era lo mejor para ella, en vista de que, como era
natural, no estaba habituada a la enclaustrada vida de un submarino. Decidieron
que lo mejor era acercarse durante la noche a la costa y entregársela a las
autoridades de algún pueblo pesquero. Era un plan arriesgado en tiempos de
guerra, pero no parecía que hubiera otra solución más apropiada.
El día convenido, el submarino
ascendió a la superficie y la muchacha, como siempre, salió en primer lugar,
casi asfixiándose. A diferencia de otras veces, llevaba el laúd, y esto
sorprendió a los marineros, que de inmediato se aproximaron a ella y la
rodearon. La muchacha apoyó el laúd sobre su regazo y comenzó a tocar y a
cantar una canción tan dulce que a nadie le importó no entender lo que decía.
Los marineros la contemplaban con embeleso. Había recuperado el color. Su
cabello ondeaba con la brisa del mar y sus azules ojos se posaban en los de
cada miembro de la tripulación.
Muchos tiempo más tarde, la noche
que el capitán me contó este episodio, me dijo que, en ese mismo instante en
que la música se deslizaba por la borda del submarino y se perdía en la
inmensidad del mar, los corazones de los muchachos fueron sucumbiendo al amor,
uno a uno, sin excepción. El capitán comprendió que ese súbito enamoramiento se
trataba de un infortunio que aletargaría el espíritu bélico de su tripulación,
que nadie podía asegurar que no acabara
en motín.
Ordenó a sus oficiales la
confiscación del instrumento de música, pero era demasiado tarde. Estos también
exhibían rostros bobalicones y apoyaban la mano derecha en el pecho, a la
altura de donde late el corazón. Alertado por lo que estaba sucediendo, el
capitán se abrió paso a codazos y gritando que ya era suficiente y que cada uno
debía volver a su puesto. Tocó el silbato, que apenas pudo rallar aquella
maravillosa canción, en la que, hasta ese preciso instante, no había reparado.
Se detuvo frente a la muchacha y sintió debilidad y frío. Y también fiebre.Y, luego, le dio un vuelco el corazón y se quedó como
desnudo y pequeño frente al universo.
La muchacha lo miró y se
presentó. Después se dirigió al resto de la tripulación. Ahora sí podían
comprender sus palabras. Ella prosiguió con algunos detalles de su vida y a
continuación les habló de una máquina que hacía siglos esperaba en el fondo del
mar y que era decisiva para salvar al mundo de la destrucción.
Y de esa manera fue cómo los
hombres de aquel submarino decidieron desertar y dedicarse en cuerpo y alma a
buscar aquel objeto prodigiosos
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